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La intolerancia de la nueva tolerancia

Si de algo se alardea en nuestra sociedad de hoy es de ser tolerantes. En función de esa tolerancia estamos, en teoría, abiertos a todo y todo vale. Vamos por la vida de respetuosos, de liberales, de amantes de la libertad y se “farda”, no en pocas ocasiones, de estar permanentemente ampliando nuestros horizontes ideológicos para dar más cabida cada vez a nuevas y originales posturas y puntos de vista. Es lo que se lleva. No hay ya nada erróneo, incorrecto o cuestionable, porque “hay que ser tol
EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín Torralba 18 DE SEPTIEMBRE DE 2010 22:00 h

Pero, reconozcámoslo, esta tolerancia tan verbal, tan de boca llena y manos vacías hace aguas por todas partes y ya casi nadie que esté inserto en alguna de las muchas minorías que componen parte del panorama social se la cree. Todos somos tolerantes con los que piensan lo mismo que nosotros, pero cuando esto no es así, la cosa cambia. ¡Menudo mérito!

De poco sirve, en esos casos, predicar una tolerancia como la que se nos pretende vender hoy. “Hechos son amores, y no buenas razones”, como reza el refrán, y es que no importa cuánto nos quieran adornar esa pretendida “conversión” a la nueva tolerancia. Las personas seguimos rechazando lo diferente. Debemos llevarlo en los genes. Lo tememos, lo desplazamos, incluso lo odiamos en ocasiones y nuestros hechos, nuestras miradas, nuestra forma de hablar, nos delatan, aunque pretendamos esconder todo ello bajo el manto de una pretendida madurez social llamada tolerancia.

Ahora bien, si profundizamos algo más, nos daremos cuenta de que, paradójicamente, el principal problema de la nueva tolerancia es su propia intolerancia. Esto le ocurre a otros valores modernos que se han adoptado con igual vehemencia, por ejemplo, el relativismo, según el cual todo es relativo menos el propio relativismo, que es absoluto.

¡Qué contradicción! Y es que, en el fondo, este tipo de planteamientos son una gran trampa, mediante la cual se controlan las opiniones y los posicionamientos, porque si algo es una constante en el ser humano, es que no le gusta sentirse rechazado y la diferencia, cualquiera que ésta sea, da lugar a que a los individuos se les aparte. Y si es por determinado tipo de razones, más o menos de moda en función de la época que toque vivir, más todavía. Ese es el caso hoy con los temas religiosos y esa “nueva tolerancia” se ha convertido actualmente en una de las principales formas de asedio y persecución a los creyentes, que no pueden expresarse con plena claridad porque siempre hay un grupo de pseudotolerantes dispuestos a rebanarles la yugular. Pues, perdónenme, pero ¡vaya tolerancia!

La nueva tolerancia marca los cauces por los que ha de opinarse, sienta cátedra disfrazada de una supuesta amplitud de ideas, pero se quita la máscara rápidamente sobre todo ante ciertos temas frente a los cuales la sociedad se ha sensibilizado especialmente en los últimos tiempos. Luego, en su fuero interno, cada cual sigue teniendo sus propias ideas, eso sí, pero bien procurará no expresarlas en público, no sea que todo el peso de la “tolerancia” caiga sobre él. Existen grupos, en esta línea, que bien podrían ser llamados “los guardianes de la nueva tolerancia” y que están permanentemente ojo avizor para, a la más mínima señal de disensión, entrar en combate con toda la artillería y la caballería si hace falta. La lástima de esto es que esos guardianes, en buena parte de las ocasiones, han formado parte de las minorías oprimidas y, ahora que han adoptado una postura de cierto poder, lo ejercen injusta y desproporcionadamente sobre otras minorías menos aceptadas. ¡Qué corta es nuestra memoria y qué frágil nuestra coherencia!

Muchos de los que actúan bajo este nuevo modelo no han entendido todavía qué significa verdaderamente tolerancia. Siguen insistiendo en homogeneizar aquello en lo que somos diferentes de pleno derecho (como en opiniones y formas de ver el mundo) y en crear diferencias en lo que deberíamos ser todos iguales (como en derechos o en posibilidad de expresarnos). Dicho de otra forma bastante menos elegante, esto es, señores, la ley del embudo: la parte ancha para mí y la estrecha para los demás. Pues no sé los lectores, pero la que escribe se niega a identificarse con una “tolerancia” de tal calaña.

El cristianismo sigue estando en el punto de mira bajo la acusación constante de ser “intolerante”. Quizá ya toca matizarlo y los cristianos tenemos la costumbre de acudir a la Biblia para buscar respuestas, con lo que en este sentido no debiera ser diferente. El Dios de la Biblia es un Dios que no tolera el pecado, efectivamente, porque va diametralmente en contra de Su naturaleza. Esto es lo que hay, nos guste o no nos guste, porque nada más faltaba que al Dios del universo le tocara pedir permiso a sus criaturas para posicionarse en contra de lo que Él crea conveniente, hasta ahí podíamos llegar.

Al hombre siempre, desde los inicios, le ha gustado cuestionar esto y Dios, que respeta la libertad del hombre, le ha dejado hacer, aunque no sin consecuencias. No ha creado autómatas sin capacidad de decisión, sino que le ha dado al hombre la posibilidad de obedecerle, o bien de posicionarse en contra de Él. Evidentemente, el ser humano ha decidido lo segundo. Ahora bien, consecuentemente Dios actúa respecto a tal decisión del hombre mostrándose inflexible en lo que se refiere a las consecuencias del pecado. Tan intolerante se muestra frente al pecado que estuvo dispuesto a descargar toda Su ira sobre Su Hijo Jesucristo, que era inocente y sin mancha, justamente para que pudiera remediarse a través de Su sacrificio el gran problema que supone nuestra propia tolerancia con el pecado. Si ello quiere expresarse como que Dios es un Dios intolerante, habremos de decir que, sí, con el pecado es intolerante, aunque muestra amplísimas (aunque no infinitas) dosis de paciencia con el ser humano, que se dedica permanentemente a cuestionar lo que Él establece como incuestionable. Pero así somos las personas de atrevidas.

Pero Dios no es intolerante con el ser humano por el hecho de serlo con el pecado. Por ello precisamente ideó un plan de gracia, de favor inmerecido a pesar de ese pecado, mediante el cual las personas pudieran reconocer su falta y acogerse al único que cumple las expectativas y las demandas de Dios lejos del pecado: Cristo mismo. Otra cosa es que al ser humano, en su permanente sentido de la autosuficiencia, además del de una tolerancia mal entendida, le resulte incómodo tener que depender de otro para ser salvo. Pero esto es problema del hombre, no de la intolerancia de Dios. El hombre ha querido y sigue queriendo dictar sus propias normas, pero esto no le corresponde ni Dios se arrodilla ante los parámetros del ser humano. Para eso Él es Dios y nosotros no, que no se nos olvide.

Dios, a través de las páginas de la Biblia, se muestra intransigente con el pecado aunque a nosotros (o a ciertas minorías que ya son mayoría) les parezca políticamente incorrecto. Forma parte de Su coherencia, porque Él no muda, a diferencia de lo que nos ocurre a nosotros, que adolecemos de permanencia en nuestras ideas y visión del mundo, pero sigue amando profundamente al pecador y, en Su paciencia, sigue esperando que los hombres se arrepientan. No es, por tanto, un Dios intolerante, ni mucho menos, sino que es “lento para la ira y grande en misericordia” (Salmo 103:8), al contrario que los ya mencionados “guardianes de la nueva tolerancia”, rápidos en masacrar verbal y públicamente a todo aquel que se les ponga por delante con un mínimo de disensión en cuanto a sus “tolerantes” planteamientos.

Los cristianos, por extensión, somos meros mensajeros de lo que vemos en el texto bíblico a través del cual Dios se ha expresado con rotunda claridad. El mensaje duele, como nos dolió a nosotros cuando nos tocó reconocer nuestra propia miseria delante de un Dios perfecto y santo, y en este sentido no hay diferencias entre unas personas y otras. Los cristianos seguimos siendo pecadores, pero acogidos al plan de gracia que Dios nos ofreció, no a nosotros por ser especiales, sino a cualquier persona que reconoce que su situación respecto a Dios es de profunda desobediencia. Cuando los cristianos hablamos del pecado, no deberíamos hacerlo desde la soberbia, ya que no hemos dejado de ser pecadores, sino desde la misericordia del que sabe que se le ha perdonado por gracia. Además, no es más grave un pecado que otro a la luz de lo que Dios demanda. El pecado es pecado y punto, pero hasta que no lo reconozcamos, hasta que no entendamos esto, no probaremos de la verdadera tolerancia de Dios con el ser humano, que no con el pecado.

Las pseudotolerancias están más de moda, sin duda, pero no son eficaces frente a la realidad de que algún día seremos juzgados, no según nuestros propios parámetros personales de modernidad y tolerancia absoluta, sino según los requisitos que el propio Dios establece. Él no hace acepción de personas, por mucho que otros quieran vendernos lo contrario (Rom. 2:11). Lo que no hace, sin duda, es rendirse a una tolerancia ficticia, absurda e inconsistente como forma de congraciarse con el hombre. Simplemente, no lo necesita. No nos olvidemos de que no es Dios quien necesita al hombre, sino más bien al contrario, aunque éste se esfuerce en negarlo y mirar para otro lado.

Estamos en el tiempo de la gracia, del perdón, pero es requisito esencial dejar de ser tolerantes con lo que Dios considera pecado y empezar a considerar la realidad a través de Sus ojos, no exclusivamente de los nuestros, que son parciales y tienden a deformar la realidad según el propio antojo. Seguir queriendo ver a Dios como intolerante y a los cristianos, por ende, también, es una opción que va a seguir de moda. De esto ya advirtió Jesús mismo a Sus discípulos, con lo que no es ninguna novedad.

La gran cuestión es, entonces, considerar con qué queremos ser tolerantes o intolerantes, si con las ideas de los hombres o con la propia ley de Dios.

Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo. Gálatas 1:10
 

 


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