-¡Qué inteligente he sido!- pensó el pescador. -¡He matado varios pájaros de un tiro, así que todos contentos! Qué poco se imaginaba él que, minutos más tarde, encontraría a la serpiente llamando su atención en el lateral de su barca… ¡esta vez con dos ranas en la boca!
Sirva esta pequeña historia parafraseada para intentar ilustrar el pensamiento que se me venía a la cabeza estos días atrás cuando indagaba un poco más en la llamativa noticia acerca de que se estuviera considerando la posibilidad de construir una mezquita en la zona cero de Nueva York, la que en 2001 fuera el escenario del derrumbe de las Torres Gemelas y otros edificios colindantes como consecuencia de un ataque terrorista perpetrado por Al Qaeda.
Nadie quedó impasible ante esta agresión ni, por supuesto, ante las casi 3000 personas fallecidas (añadámosle heridos, familias destrozadas, daños colaterales y tendremos un cóctel de envergadura difícilmente abarcable por cualquier mente en su sano juicio). Casi una década después a algunos nos sorprende, no sólo el debate sobre la adecuación o la idoneidad de construir una mezquita en la zona del desastre, sino la simple idea de que esta opción se considere y nos preguntamos, como no podía ser de otra manera, qué puede estar moviendo a las autoridades a considerar esa alternativa. Desde luego, si esto es así, “algo se está cociendo”. La cuestión es si nos enteraremos o no.
Conforme uno se pone a profundizar un poco en la noticia, empieza a descubrir, es cierto, detalles que quitan un poco de “hierro” a la cuestión (como que no será una “megamezquita”, que es a lo que suena la noticia en un primer momento, sino un centro cultural islámico que albergará a su vez una pequeña mezquita). Independientemente de esto,
cualquier maniobra en esta dirección o parecida “chirría” en el sentido común de cualquiera que tenga un mínimo de diplomacia y de empatía. En este sentido, la cuestión de dónde se pone una mezquita no tendría la mayor trascendencia ni problemática de no ser por dos cuestiones fundamentales que se me vienen a la cabeza, a saber: qué interpretarán de ese hecho y el debate que suscita los terroristas y qué interpretarán, a su vez, las víctimas del atentado.
Trayendo el asunto a nuestro terreno, ya que ello nos facilita a veces comprender las cosas,
imaginemos qué supondría para los ciudadanos de Madrid construir una mezquita (o un centro cultural islámico, lo mismo da, que da lo mismo) donde una vez hubiera estado la estación de Atocha, que albergó en su seno buena parte del horror perpetrado en el 11-M que tantas víctimas supuso a nuestro país por parte de las mismas manos asesinas. Difícil, ¿verdad? Pues a algunos no se lo parece.
La historia con la que empezábamos nuestra reflexión nos lleva, en cierto sentido, a algunas de las respuestas.
A veces ponemos en marcha acciones, estrategias, maniobras o soluciones que, aparentemente, cubren las necesidades de cierta situación o problema. Pero, sin darnos cuenta, alimentan justo aquellas conductas o problemáticas que quisiéramos erradicar. El pescador pretendía que la serpiente dejara a las ranas y se conformara con aguardiente, pero al dar el licor a la serpiente justo cuando ésta tenía la rana en la boca, sin querer potenció la conducta. Asoció un elemento reforzante para la serpiente con una acción que no quería que llevara a cabo. La lección que aprendió la serpiente fue, entonces, sencilla, pero potente y eficaz. “Lo que tengo que hacer para conseguir más aguardiente es, simplemente, cazar más ranas”.
Me pregunto, por ejemplo, si todo este debate y, principalmente, la idea que lo desencadena, no favorece que quienes usan la violencia por motivos religiosos tengan la sensación de que, finalmente, han conseguido lo que se proponían. Porque, perdónenme, no hay que ser demasiado inteligente ni perspicaz para que en nuestra mente rápidamente queden asociados ambos eventos, la potencial construcción de la mezquita y los atentados del 11-S. ¿De verdad pensamos que en la mente de los terroristas no surgirá la misma asociación?
No seamos ingenuos. De la misma forma, pensemos por un momento en la sensación de impotencia, frustración e incluso traición que surgirá en las familias afectadas, víctimas a su vez de la violencia terrorista ante la idea siquiera de que esta propuesta pueda materializarse en algo real.
Los principios que rigen la conducta, no sólo individual, sino social, se rigen muchas veces por los conocidos principios del aprendizaje humano, el refuerzo y el castigo. Los intentamos tener permanentemente presentes en varios ámbitos, por ejemplo el más claro de ellos, la educación de nuestros hijos, pero cometemos los mismos errores que se están cometiendo aquí.
Somos bastante torpes, en definitiva, cuando intentamos aplicar contingencias y somos reforzantes o castigadores en los momentos más inadecuados. Castigamos a los niños justo en el momento en que nos dicen la verdad o nos reconocen una travesura, o les damos lo que piden en mitad de una pataleta para conseguir que se callen. Craso error y en ambos casos, las conductas inadecuadas (no reconocer una travesura o la rabieta) se perpetuarán porque no hemos sabido aplicar adecuadamente las consecuencias.
Lo que queda claro es que actuamos de esa forma porque algo conseguimos con ello, a menudo un beneficio a corto plazo, aunque a medio o largo plazo pueda suponer un problema mayor que el que se tenía inicialmente. Puede ser que regañemos al niño en el momento de su confesión por variadas razones, como reafirmar nuestra autoridad, para que no lo repita o para descargar nuestra frustración por un cristal roto en ese momento. En el caso de la rabieta, le damos lo que nos pide principalmente para que nos deje en paz. Pero, a la larga, complicamos ambos problemas, aun cuando a corto plazo hayamos obtenido un cierto beneficio.
Que hay un beneficio detrás de la construcción de la mezquita, centro cultural o lo que quiera que sea, llamémosle “x”, es un hecho inapelable, aunque puede que nunca lleguemos a descubrir cuál es. Nadie hace nada si no consigue un beneficio con ello. Ese es uno de los principios fundamentales de la conducta humana. No sabemos si lo que se pretende es demostrar la supremacía de la ciudad de Nueva York al frente del mundo capitalista en saber “perdonar” las ofensas, o si lo que se busca es el crédito de unos o descrédito de otros en la esfera política estadounidense o, simplemente, pero no menos importante, si hay dinero de por medio. ¿Quién lo sabe?
La cuestión fundamental es, sin embargo, qué consecuencias a largo plazo traerá la decisión que se tome. Es signo de madurez y responsabilidad, no sólo individual, sino política y como sociedad, tomar aquellas decisiones que no sólo beneficien a corto plazo a unos pocos, sino también con el paso del tiempo a la mayor cantidad de gente posible.
El debate, qué duda cabe, está servido. Esperemos que el sentido común también.
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