La señora que le contrató, completamente ajena a su esfuerzo, paseaba parsimoniosamente entre los puestos del mercado, preguntando precios y palpando las frutas con sus manos enguantadas. Y él la seguía, implorando para sí que al menos la propina fuese buena.
- Cinco kilos de naranjas.- Requirió la señora. Los tobillos de Santiago comenzaron entonces a temblar.
La cuesta del final del Mercado Rodríguez se le presentaba imposible. Sus manos encalladas asían fuerte contra su pecho la cuerda que sujetaba la carga. No podía más, sentía que de un momento a otro caería rodando por aquella pendiente, siendo aplastado por su propio oficio. Apretó los dientes y continuó. La señora se detuvo frente a los expositores de pescado y exploró una a una las piezas de trucha que descansaban sobre el hielo. El aparapita aprovechó para soltar el bulto, colocándolo a su derecha.
- ¡Qué haces inútil!- Chilló la doña ante tamaño atrevimiento.- ¡Con lo sucio que está el suelo! Cárgalo inmediatamente u olvídate de la paga.- Ordenó enfurecida.
Al alzar de nuevo la compra quincenal de su patrona, al cargador le crujieron los codos y los hombros, se le estremeció el alma. Fija la vista en el pavimento, sin atreverse a mirarla a los ojos, respondió un “Discúlpeme, señora” que se disipó entre los gritos de las vendedoras. Media hora después, por fin ella exclamó:
- Tengo el coche en la esquina.
De vuelta a casa, Santiago tomó la calle Sagárnaga, repleta de tiendas. Estaba tan agotado que con dificultad abría los ojos. La mano metida en el bolsillo y, bien sujeto entre sus dedos curtidos, el sueldo de la jornada: un billete de veinte Bolivianos.(2) Accedió a un callejón empedrado a la altura de la calle Murillo. La quinta puerta a la derecha, su cuarto de alquiler. Empujó la hoja de madera carcomida por los años y se dejó caer sobre el catre. El colchón de espuma delgado no le separó de los muelles vencidos. Sus músculos reaccionaron todos a un tiempo con un dolor intenso, la contracción involuntaria se mantuvo dos horas más, no podía relajarse. Por fin, ya caída la tarde, se sentó y sacó una bolsa de hojas de coca de la mesilla. Se las metió una a una en la boca, mordiéndoles el tallo y reteniéndolas en su mejilla. La bola fue creciendo, dejando escapar un néctar relajante que le quitó el hambre y el sueño. Se sintió revivir.
Bajó a la cantina una hora después y saludó con un movimiento leve de cabeza a los presentes. Cinco hombres, rendidos por lo que les había tocado vivir, se arremolinaban cerca de la barra vieja de poco más de un metro.
- ¿Qué tal, hombre-burro?- Rió Braulio con la vista fija en Santiago.
Braulio se pasaba de vez en cuando por allí para regodearse de que era el único propietario de algo, de su minibús. Había prosperado más que todo el resto juntos.
- ¿Cuántas coces has pegado hoy a tus amos? Burro.- Siguió con la mofa.
Algunos rieron, arrepintiéndose después, apabullados por el poderío económico del que un día fue su compañero de penurias. Santiago, sin embargo, no contestó y agachó aún más la cabeza.
- Ya has visto al Amancio, con cincuenta años y no le queda una vértebra sana. ¡Que hay que despabilar!- Añadió Braulio con un golpe en la mesa.- A ver si te dedicas a algo menos penoso. Así a lo mejor un día dejarás de ir a pie. A esta ronda os invito yo.
Santiago apuraba su vaso de chicha morada (3). Solo quería escapar de aquella ratonera, del dolor de la humillación. Se sentaba encorvado, como el vaticinio de la cruel sentencia sobre su columna. Todos los ojos fijos en él, mientras dejaba una moneda tibia en el mostrador y susurraba un “Cóbrate” distraído. Siempre había evitado confrontar, acostumbrado a no argumentar jamás. Pero, aquel día, sintió que un volcán bullía en su pecho. Toneladas de lava de miseria y soledad brotaban y ascendían por su garganta. No llegó a entrar en erupción, se le quemaron las entrañas.
De vuelta a su cuarto, se miró en un trozo de espejo que pendía de un clavo. El reflejo turbio le paralizó la sangre y comenzó a hablar, primero pausadamente, y después a gritos.
- ¿Tú quién te crees que eres para tratarme así? El trabajo dignifica al hombre, si no puedo tener otro oficio es porque apenas puedo leer ni escribir, muchas veces no sé responder cuando me preguntan ni conozco la mayoría de las cosas. Tengo hambre desde que tengo memoria, he aprendido a ignorarla, pero sigue ahí. Siempre con frío, con la angustia de no saber qué pasará al día siguiente, si alguien se fijará en mí. Indígena para los mestizos, pobre para los que me dan propina, cargador para el que no quieren llevar bultos, desapercibido para todos. Y lo que más me duele ¿Me escuchas? Lo que más me duele es que para quien más insignificante soy es para mí mismo, me he creído que solo sé servir y callar. Si, tú, Santiago ¿De qué te quejas si no eres capaz de defenderte? Te dejas vapulear sin rechistar. Tú, Santiago. Yo, Santiago, soy mi peor enemigo.
1) Nombre aymara dado a los cargadores.
2) Equivale a 2 Euros.
3) Cerveza de maíz.
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