El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Somos, como seres humanos, una constante contradicción, y vivimos anclados en ella. Solo en Cristo se encarna la perfecta humanidad, y aspirar a reproducirla produce verdaderos monstruos.
Las grandes guerras, los conflictos internacionales, la sensación homogénea del mal extendido por todo el planeta, en realidad comienza en lo cercano de un pequeño pueblo y en lo íntimo de nuestros corazones.
Nos afanamos por vivir en plenitud una vida que, carente de perspectiva eterna, solo acaba siendo un puñado de emociones transitorias. Excluir a Dios de la totalidad de lo que vivimos nos reduce a un deísmo impertinente y descorazonador.
Debemos aprender a valorar esas formas de expresar el evangelio que, sin comprometer la verdad esencial acerca de Cristo, pueden no corresponderse con nuestro estilo. El gusto no es suficiente para cuestionar la sinceridad.
El hecho de que un fenómeno evangelístico adquiera una capacidad de influencia internacional, no debe suponer que renunciemos a la reflexión crítica, sin perder de vista el amor que nos une por el mismo mensaje.
Personajes como él nos sitúan ante una confusión de proporciones cósmicas, que muchas veces nos aterra afrontar y tratamos de resolverla con simpleza.
Cuando pensamos en la condición del ser humano, lo fácil es imaginar siempre escenarios de poder, de avaricia, de lujuria o desenfreno. Lo difícil es reconocerlo en lo más sutil y cotidiano.
Si, como decía Agustín, ante todo somos seres que aman, eso es algo que nos expone de formas inimaginables.
La pregunta: “¿dónde estabas tú?”, resuena en uno de los centros de poder del continente europeo.
No hay nada tan insatisfactorio como una voluntad aparentemente satisfecha en aquello que no satisface.
A veces tenemos la sensación de que luchamos por la verdad, hasta entregarlo prácticamente todo y reducirnos incluso al aislamiento. Pero nuestras motivaciones son otras, y nuestro corazón, lejano.
En Succession, el dinero es lo de menos. Al final, es el dinero la fachada habitual tras la que se esconden los grandes egos, y lo que ilumina con más claridad la incertidumbre humana.
Nuestra idea de poder es algo visceral. Está ligada a una cosmovisión en la que la huella del pecado es ineludible.
A veces se subestima el concepto de pecado y se trata como algo demasiado general y abstracto, perdiendo así un amplio espectro de matices.
El anhelo por encontrar una justicia propia sigue siendo uno de los pasatiempos preferidos de la humanidad. La cuestión es que siempre depara una conclusión dolorosa.
A veces, parece que el ser humano es único en generar sus propios problemas y desarrollar después unas expectativas que no se corresponden en absoluto con la gravedad de la situación.
Es interesante ver cómo en el texto bíblico, los conceptos de verdad y vida se relacionan entre sí. El Verbo, Jesús, es la verdadera revelación de Dios, y el propósito de esa revelación es que tengamos vida eterna para su gloria.
Aunque con argumentos cada vez más sofisticados y cargados de razones, nuestra estrategia sigue estando atravesada por la mentira y el engaño.
Abrumados por tratar de reconocernos en alguno de los mensajes del choque de discursos cruzados en el que vivimos, olvidamos el diagnóstico que ya se ha realizado de nosotros.
La intención de romper con todo aquello que se ha identificado como herencia de la tradición ha dado paso a una desilusión devastadora.
En una realidad dominada por el elemento del pecado, se ha hablado del hecho de informar como de un ‘cuarto poder’. Pero eso es solo una distorsión.
La ciudad sigue durmiendo tranquila, continúa con sus rutinas habituales, mientras al mismo tiempo se produce la mentira, el engaño el adulterio y el asesinato.
En ese mundo esquematizado por la obsesión del control como forma de evitar un sufrimiento mayor, se ha dado paso al olvido de la oferta sincera de vida que encontramos en el texto bíblico.
En el poder plasmamos deseos y convicciones desde un temperamento que no admite errores, y mucho menos la incapacidad a la que nos vemos inducidos por el pecado.
John Le Carré ha escrito algunas de las mejores novelas de espías. No es casualidad que lo fuera. Sabía de lo que hablaba. El error de las teorías conspiratorias es pensar que hay una trama perfecta.
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