El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Lo que hemos de comprender en lo que definimos como legalismo es que en su esencia está equivocado.
Cuando la ley humilla o hace sufrir al hombre, la vida para Jesús siempre está por encima de la ley.
Solo Él pudo compadecerse de esa iglesia sufriente; y, al presentarse como el que murió y resucitó, le infunde esperanza en la segura recompensa: el reino de los cielos.
Es una tragedia que el cristianismo evangélico sea conocido hoy por su oposición a esto y a lo otro, en vez de por el anuncio del Evangelio que nos ha sido encomendado.
Nuestro Maestro, entra en una nueva dinámica que supera todas estas radicalidades. Se sitúa en la radicalidad de la ley del amor.
En ese afán perfeccionista, los lanudos llegaron a excluir al propio pastor de las discusiones en asamblea.
Las congregaciones que imponen normas humanas y prescripciones pesadas en aras de buscar la santidad, están corriendo en la dirección contraria.
Hablar del legalismo en la cristiandad no es fácil, pues suele causar crispación entre los mismos creyentes.
Muchas de nuestras iglesias continúan entrampadas en disputas intrascendentes.
No solo se trata de ir al lugar que Él ha ido a preparar para nosotros, en un sentido eterno, sino vivir el tránsito hasta allí desde la libertad con la que Cristo nos hizo libres,
No debemos ignorar leyes nacionales, pero también tenemos que cuestionar las que son injustas.
La globalización ha acelerado sin fronteras ni barreras un proceso que siempre ha afectado a la humanidad, sobre todo con la aparición de las redes sociales. El cambio es bueno, dicen los más veteranos; pero yo digo: siempre que sea para edificar, no para destruir.
Sobre el uso de la Biblia en los problemas éticos contemporáneos
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