El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
El traspiés se produce, casi sin darnos cuenta, cuando empezamos a pensar que nosotros mismos, de ser Dios, haríamos las cosas de otra manera.
En nuestros tiempos de convalecencia Dios hace cosas increíbles. Las hace a nivel personal, pero también de iglesia, cuando nuestras fuerzas están bajo mínimos.
Porque el corazón del hombre y la mujer no ha cambiado, es fácil cruzar la línea entre lo puramente imprescindible para la supervivencia, y convertir en necesidad lo que realmente no lo es.
En este tiempo de crisis se hace, creo, más necesario que nunca establecernos fuertemente en el Dador de las promesas, más que en la bendición misma que nos ofrece, por mucho que la necesitemos.
En la vida nos enfrentamos a muchas y variadas aparentes contradicciones que no son, en realidad, incompatibilidades, sino paradojas.
La línea que separa el deseo legítimo, de la necesidad y la idolatría es tremendamente fina.
Él va delante de nosotros si le tenemos en cuenta en el largo túnel y el camino difícil.
Seguimos esperando mejorías que vengan como por arte de magia y continuamos siendo casi supersticiosos, en estas fechas especialmente.
Envueltos en nuestras propias urgencias, es más que probable que nuestro mundo continúe de espaldas a la realidad, no solo de aquel niño nacido, sino de que se acerca otro día en que ese Deseado retornará.
Creer que conocemos a Dios lo suficiente es, en un sentido práctico, la mayor de nuestras tragedias.
Salir bien parados de todo esto requiere un cambio de corazón, una reconciliación y relación profunda con el Creador a nivel personal.
Ante una realidad tan contundente, se impone revisar y hacer cambios a algunos de nuestros esquemas habituales, más que nada para seguir viviendo, y no solamente sobreviviendo.
El necio suele creer que sabe lo suficiente, paradójicamente. El sabio solo sabe que lo que conoce es una ínfima parte de lo que debería.
Cuando realmente hemos entendido el evangelio y lo que implica, aceptamos que la salvación viene con servicio, y no la entendemos como una “simple” entrada al cielo.
¡Qué fácil es hacer fiesta de la muerte, como si fuera un pasatiempo, cuando no nos toca de cerca!
Al habernos instalado en esa especie de negación permanente, somos la generación más frágil de todos los tiempos.
¿Es demasiado pedir en tiempos convulsos como los que vivimos que, al menos, haya cierto juego limpio y valores deportivos, no solo en la pista, sino en la cancha de la vida?
Medimos nuestras fuerzas de forma imprecisa, incorrecta y profundamente arriesgada. Lo hacemos, además, de forma frecuente, sistematizada.
Cuando las pequeñas cosas marcan tanto, cuando lo minúsculo repercute y se amplifica de forma titánica, la descompensación es tan enorme entre lo uno y lo otro que verdaderamente aturde.
Igual resulta que nada de esto puede salir bien cuando, en vez de cooperar, a lo que nos dedicamos es a usarnos unos a otros para conseguir cada cual lo que queremos.
Esto sí parece realmente una pandemia, más allá de la sanitaria a la que nos enfrentamos. Atañe directamente a nuestra falta de sabiduría y discernimiento, a la falta de afecto natural por el prójimo e, incluso, por nosotros mismos.
A lo que ya esperábamos, hemos de añadirle el “entretenimiento extra” de tener que hacer lo mismo, solo que mucho más complicado por nuestra mala cabeza.
Como sociedad somos egoístas porque como individuos lo somos. Ahí está la base de todo: en el corazón humano.
El virus que tocó nuestro corazón hace siglos ya lo dejó tocado y hundido de manera irreversible, de no ser por la obra de Jesús.
Se está perdiendo de vista lo que hace tanto hemos decidido ignorar: el corazón humano, que nos lleva de vuelta al Edén.
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