Hoy, más que nunca, existe la necesidad de abandonar drásticamente la lectura de la Biblia (1). Es vital que cualquier individuo cese rotundamente de tal práctica. Nadie debería leerla, ni debería enseñar, siquiera sugerir, que se lea.

La niña tiene fiebre, mucha fiebre. Está estirada en el sofá y su tez ya no es blanca; tiene las mejillas muy encendidas y lleva callada demasiado rato. A su lado estoy yo; finjo hacer cosas mientras la observo con impotencia.

Entre la azada, el rastrillo y la pala, estaba consiguiendo limpiar una parte del vasto terreno de todo tipo de hierbas y hojarasca. Mi amigo Pablo, que se encontraba en otra parte del mismo terreno, apareció para preguntarme si estaba usando la azada. Tarde o temprano la iba a necesitar, pero cuando así fuese iría a pedírsela. En ese momento no la estaba usando, no la necesitaba. Me pareció oportuno prestársela.

Si uno atraviesa un río en el que el agua no fluye demasiado la experiencia puede ser algo desagradable. Yo misma he nadado a través de ríos en los que el agua se había estancado y te puedo asegurar que, entre otras cosas, oler, olía mal. Eran ríos en los que no crecía vegetación sino que todo lo que había allí era tan putrefacto como el agua misma. Ríos a los que un excursionista sediento no se acercaría para beber, vamos.

Hace unos meses asistí, como monitor, a unos campamentos de jóvenes. Una de las ideas que tuvimos fue preparar una urna de cartón para que los chavales depositaran sobre un papel, preguntas, sugerencias, y demás asuntos referidos a algún tema de interés que ellos quisieran tratar en un coloquio. Para mi sorpresa, una de las papeletas que introdujo un adolescente decía: “odio a Dios, odio la iglesia, y odio a la gente que habla de Dios”.