El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
A veces, enterramos nuestros talentos bajo velos religiosos, pero insolidarios y de espaldas hacia aquellos que necesitan que los trabajemos.
En alguna manera, no interesamos al mundo porque nuestra forma de vivir la vida cristiana nos hace aparentar una retirada del compromiso con el hombre.
Es posible que la experiencia que ha tenido Europa con el Evangelio, no solo haya sido un tanto mutilada en cuanto a los valores del Reino, sino que, quizás, también se le podría llamar un tanto inhumana.
No en vano Lutero tuvo que dedicar seis de sus 95 tesis a rebatir el tema de las indulgencias y los excesos verbales de Tetzel.
Amamos la comodidad dentro de las cuatro paredes de nuestra iglesia mientras que, insolidariamente, damos la espalda al grito y al gemido de los pobres y excluidos de la tierra.
Para ese extraño y maldito dios de las riquezas, no existe ni valora el ser. Está embotado en el mundo del tener.
El fuerte y egoísta individualismo que vivimos en la sociedad, nos lleva también a vivir la espiritualidad cristiana solamente entre un Dios bueno y nosotros.
El sufrimiento del prójimo siempre debe ser algo prioritario. Eso es algo central y fundante en la misión diacónica de la iglesia.
Vivir una espiritualidad desencarnada no es vivir la espiritualidad cristiana que comporta toda una ética de servicio que nos lleva a ser las manos y los pies de Jesús en medio de un mundo de dolor.
La muerte, olvido o asesinato del diablo no nos libera, sino que nos oprime con un plus de responsabilidad humana ante el mal.
Si falla la misericordia, desaparece también la denuncia.
Dos símbolos humanos encarnan el escándalo de la pobreza humana y la desigualdad: el rico Epulón y el pobre Lázaro.
Seamos quienes seamos, hagamos lo que hagamos en todos los campos de misión, hagámoslo con humildad y sin ningún tipo de prepotencia.
Los creyentes somos responsables de componer la imagen de Dios en el mundo, de ser como Biblias abiertas que comuniquen algo de la imagen de Dios.
La iglesia, aunque a veces lo parezca, no debe ser una comunidad de fe intramuros de su templo y desencarnada del mundo.
Evangelizar es enseñar el camino de la salvación eterna, a la vez que mostramos esa salvación que también se da en Jesús en nuestro aquí y nuestro ahora en forma de redención.
El Dios de la Biblia sufre ante el escándalo de la pobreza en el mundo, ante el escándalo injusto que han montado muchos de los adoradores de la riqueza.
Jesús, con su encarnación, dignifica al hombre, a su humanidad y lo convierte en un elemento de salvación integral.
Cuando se olvida al pobre, se le oprime, se le despoja o se pasa de largo ante su dolor, se imposibilita toda relación cúltica.
No cabe duda que de la Biblia emana toda una ética económica, toda una ética humana y social que el cristiano tiene que asumir en sus programas y proyectos de evangelización del mundo.
¿Hay un llanto que nos renueve y que nos motive a la acción, a la denuncia contra toda opresión y a la búsqueda de justicia?
Nuestro Dios se muestra como valedor de los pobres, de los oprimidos, de los abusados e injustamente tratados.
La vivencia de la espiritualidad cristiana está relacionada también con el hecho de tomar conciencia de que somos un pueblo llamado a tener una presencia continua en nuestra sociedad.
Debemos aprender a valorar a los laicos como corresponsables de la labor pastoral en todas las áreas de la misión de la iglesia.
Si para muchos el rostro del Dios de los profetas les es desconocido, tampoco evocan al Jesús humano que vivió entre nosotros.
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