El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Uno no puede dejar de preguntarse hacia dónde nos conduce este comportamiento de aquellos que deberían velar por los niños y jóvenes de nuestra sociedad, pero que hacen todo lo contrario.
Si hemos sido tratados y limpiados profundamente de nuestro egoísmo, responderemos acorde con el principio del amor; pero si no, lo más probable es que nos alejemos del “problema” que amenaza nuestros propios intereses.
No contribuyamos a ningún tipo de división que, con pretexto de guardar una unidad “más pura” al final será una falsa unidad creada y basada sobre un espíritu sectario.
La iglesia del Señor no se dirige como si fuera un gobierno de este mundo. La enseñanza en la Palabra de Dios es clara y diáfana.
¿De qué tenían que ser limpiados los discípulos? Ellos vinieron a Jesús con su propia forma de pensar y de ser.
“Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado” (J.15.3)
Medimos la historia de forma lineal y acorde a esta dimensión que llamamos “tiempo”; pero no es así con el Señor que es y trasciende a las dimensiones del tiempo, el espacio y a la misma historia.
De Jesús aprendemos que a las personas en su necesidad se las comprende más y mejor desde la compasión y la misericordia que desde el juicio condenatorio.
La gran mayoría no somos conscientes del trauma, el daño y todas las consecuencias que tienen lugar sobre las víctimas de abusos, violaciones, maltratos.
Uno de los más grandes privilegios que Dios nos otorga a sus hijos es su Espíritu Santo. No hay otro “espíritu guía” para el cristiano.
No son acciones realizadas como meras “obras de caridad”; tampoco son obras para incrementar el número de “adeptos” a nuestras iglesias, sino obras que nacen de un corazón amante del Jesús de los Evangelios.
La obra de Dios no siempre (solo excepcionalmente) es espectacular y lo más normal es que aparezca en vidas transformadas y obras que benefician al prójimo.
Sin las Sagradas Escrituras jamás podríamos saber nada ni de Dios, ni de Cristo, ni de la gracia de Dios, ni de la fe, ni del sentido y propósito de Dios para nuestras vidas.
En nuestro país hace falta lo que la oración del Padrenuestro nos enseña. El perdón y la reconciliación es una asignatura mucho más que pendiente.
A pesar de lo que afirman algunos movimientos, el Nuevo Testamento no fue escrito en el idioma hebreo, sino en el griego ‘koiné’.
La victoria de la cual nos habla el apóstol Pablo es de un carácter diferente; además de ser espiritual, trasciende cualquier idea humana sobre el concepto de “victoria”.
Si la Biblia dice que “el que es fiel en lo poco lo será también en lo mucho”, se sigue que lo contrario también es verdad.
No podemos esperar la bendición de Dios si primero no nos ponemos en buena relación con él y con nuestro prójimo.
Dios introduce en nosotros un nuevo principio de vida que hará posible vivir teniendo el control de las cosas, en vez de que las cosas nos controlen a nosotros.
Si Dios estableció el principio de la importancia de los testigos para impedir las falsas acusaciones, es lógico que a la hora de llevar a cabo la encarnación de Jesucristo, también lo hiciera dando testimonio por medio de los mensajeros que Él mismo había preparado de antemano.
Lo que era algo deseable en el paganismo, que por mucho que significara la igualdad entre los hombres duraba una semana, en el cristianismo la reconciliación entre los hombres vendría a ser una realidad completa y permanente.
El perdón no es un “capricho” divino, sino el medio por el cual se comienza a sanar el corazón.
La bendición no consiste en que no tengamos dificultades de ningún tipo, sino en que aún en medio de ellas, Dios nos bendice para que en nuestra ignorancia podamos orientarnos con su luz.
Es falso ese mensaje que cada vez se extiende más en los círculos “evangélicos” que dice que si vienes a Cristo no tendrás problemas y que “serás feliz” y “muy bendecido”.
Son precisamente estas ocasiones inesperadas en las que se pone a prueba una voluntad fuerte que se resiste al cambio, en orden a dar preferencia a las necesidades de otros.
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