El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Muchos de los problemas en los que nos metemos, muchos de los hábitos viciados en los que estamos instalados, no importa en qué ámbito concreto de nuestra vida, tienen que ver con esta cuestión.
Eso que buscamos y no tenemos, en definitiva, son diferentes facciones del anhelo de salvación que toda persona tiene dentro.
Queremos algo distinto, pero cualquier cosa menos esa Navidad que nos molesta porque exige de nosotros una respuesta que nos cambiaría la vida.
Nos ofendemos con lo que ofende a Dios en esta era “tolerante” nuestra. Pero creo honestamente que no estamos acertando con las formas.
Las relaciones hoy en día se miden de forma mercantilista: me suma o me resta. En el centro, uno mismo, y de ahí el “me” repetido, como mínimo, dos veces.
Al valorar el aporte que aquel sufrimiento trajo, lo hacemos “a toro pasado”, una vez transitado el camino porque, mientras estábamos en él, todo parecía un absoluto sinsentido.
En este tiempo nuestro lo que sí sucede es que los cambios se producen más rápido, de forma más brusca, más violenta, más sangrante.
Me irrita profundamente cuando en una supuesta lucha por la igualdad, hablar de maternidad resulta ofensivo para ciertos sectores del feminismo.
Cada vez resulta más evidente que no nos fiamos de nadie, que acumulamos a las espaldas más y más decepciones que nos dejan en una especie de desazón continua, a la espera de cuándo llegará el siguiente golpe.
No es la maternidad el foco de la opresión, sino el hecho de que se usara como elemento de coacción y presión.
No todo aquello que nos hace sonreír o incluso tener cierta sensación de disfrute y felicidad es bueno sin más.
La persona como tal, la de verdad, solo la conoce realmente uno mismo en el mejor de los casos, y Dios, al que no se le escapa nada.
En nuestra obsesión por el tiempo, estamos más solos que nunca, paradójicamente.
Lo que a muchos nos cautiva del Jesús de la Biblia fue precisamente eso: renunciar a su comodidad como Dios para caminar entre aquellos que, como bien sabía, un día le traicionarían y asesinarían en una cruz.
Nos hemos construido una sociedad en la que podamos sentirnos cómodos, cada vez más, que para eso estamos en un estado de bienestar, pero eso implica, por definición, ir quitando de en medio todo aquello que nos incomoda.
La vida misma no hacen más que traer una y otra vez la evidencia de que no es tan bueno lo líquido como lo pintan.
De parte de Dios recibimos una y otra vez elementos que se cruzan en nuestra vida y que forman parte de Su provisión, de Su cuidado, de Su advertencia para que nos vaya bien.
En general, ni las buenas palabras esconden siempre las mejores intenciones, ni las palabras mal dichas esconden necesariamente las peores.
El lenguaje está para ser usado con propiedad, pero eso requiere intención, sensibilidad y práctica.
La diferencia de criterio, el mantener la propia postura fundamentada en buenos valores y otras cosas parecidas ya no son algo bien entendido, ni por supuesto aplaudido.
No puedo comprar planteamientos de cualquier tipo, por baratos que salgan aparentemente o inocuos que parezcan.
Todos en alguna medida hemos perdido algo en este camino, aunque hayamos ganado otras cosas. La cuestión es la importancia de lo que ganamos, en comparación con el calado de lo que perdemos.
La Biblia habla constantemente de lo pequeño y de los pequeños, para bien.
Muchos se están subiendo al carro de esa nueva autenticidad que deja hacer lo que uno quiera y salir indemne.
Quiero hacer uso de las opciones que este minuto me ofrece, que son muchas, y darlas por buenas, porque son las que tengo.
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