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Más de 50 niños y niñas se reúnen a diario en el Centro Social Integrado de Macia Sekeleka, en Mozambique, para jugar, estudiar y aprender. Un proyecto de inclusión y oportunidad ante historias de vulnerabilidad y riesgo de exclusión.
Son la siete y media de la mañana y algunos niños ya cruzan el límite que separa la calle del recinto del Centro Social Integrado Macia, que tiene el nombre de Sekeleka (“levántate” en shangana, idioma nativo). Las actividades, concretamente el desayuno o “mata-bicho”, no comienzan hasta las ocho, pero en Mozambique amanece más temprano y es inevitable activarse a la luz de los rayos solares. Hoy es un día normal en el centro. Poco más de 50 niños y jóvenes de entre 2 y 23 años que se reparten en dos grupos, uno de mañana y otro de tarde en función de su horario en la escuela, seguirán la rotación de los subgrupos en los que se dividen para tener una sesión de informática, una de refuerzo escolar y otra de actividades deportivas y motrices cada día, de lunes a viernes. No hay épica ni imágenes hollywoodienses a lo Memorias de África. Son personas, unas más pequeñas y otras más mayores, aprendiendo ante una pizarra, dirigiendo un ratón en una pantalla o corriendo en un patio cubierto por una arena marrón, cálida, y lleno de frutales. Cocos y mangos, sobre todo.
Lo que hace diferente a estos niños y jóvenes es que muchos son huérfanos, algunos sufren una o varias enfermedades, otros también tienen necesidades físicas y psicológicas especiales, y la mayoría se encuentra en una situación de vulnerabilidad y de riesgo de exclusión social. Ellos son la causa de Sekeleka, que se crea en 2004 con el objetivo de generar acciones de inclusión en la sociedad y el mercado laboral para los menores y jóvenes que acoge.
Según el último informe sobre prevalencia del VIH que aparece en la página web del Instituto Nacional de Estadística de Mozambique, con datos referentes a 2011, entre el 10% y el 13% de la población adulta del país sufre esta enfermedad, de los cuales cerca de un 4,7% serían jóvenes, según Unicef, y aproximadamente 180.000 niños. Es más complejo encontrar datos sobre las discapacidades. En un informe de diciembre de 2014, la Agencia Sueca de Cooperación y Desarrollo Internacional, Sida, cifra las personas con algún grado de discapacidad en Mozambique entre 500.000 y 1,5 millones. Y añade, citando un informe de la Secretaría de la Década Africana de Personas con Discapacidad (SADPD), que el 80% de los escolares con necesidades especiales no van al colegio.
SEKELEKA
Sekeleka se encuentra en el municipio que da nombre al centro, Macia. Una localidad de cerca de 30.000 habitantes ubicada en la provincia de Gaza, al sur de Mozambique. Concretamente, entre uno de los pocos alojamientos para turistas del pueblo y unas construcciones de bloques. Al frente, la carretera que va hacia Maputo, al sur, y hacia Xai-Xai, la capital de la región, al norte. Y después de la carretera comienzan a extenderse hacia el interior las calles de arena, ordenadas por los matojos que delimitan las fincas, también de tierra con casas de bloques o de cañas y repletas de árboles frutales.
Entre las casas, de repente aparece un amplio terreno con cuatro edificios viejos en medio. Una de las escuelas municipales. A pesar de que la educación primaria es gratuita en el país, no hay un protocolo de atención a los alumnos con necesidades especiales, según explica la coordinadora de Sekeleka. Tampoco hay adaptación. Uno de los trabajadores del centro ha ido a buscar a una niña que utiliza silla de ruedas y, como hace cada tarde, pone la silla sobre dos ruedas para cruzar la arena de la entrada de la escuela, del patio, y de la calle.
Desde el patio del centro se elevan diferentes voces. El tiempo de la sesiones por grupos ha acabado y ahora el turno de la tarde, que ha entrado a mediodía, después de la escuela, tiene un tiempo de juegos juntos. Aunque, como pasa en las mejores casas, los adolescentes se han puesto a jugar a fútbol, las adolescentes a una especie de comba pero más elaborada y con diferentes niveles de dificultad, y los pequeños van y vienen de un lado para el otro, al ritmo de la música que los educadores del centro cantan. Sudando, en definitiva, antes del tiempo de baña y de la merienda. Después volverán a casa, donde ahí las situaciones son más desconocidas, aunque el centro conoce bien cada caso.
“Lo normal en las casas es que primero sea el padre, después la madre y luego ya los niños. Aquí en el centro se trata de poner en primer lugar al niño. Eso es algo que ya está asumido”, explica la coordinadora.
UN PROYECTO CON FUTURO
El centro tiene dos mashambas, como se llama a los cultivos de producción doméstica. Lechugas, zanahoria, pimientos, tomates, mandiocas y más mango. En una de las mashambas, un joven mira de lejos a los adolescentes del fútbol, las adolescentes de la especia de comba, y a los pequeños que va y vienen, mientras riega el terreno. Hasta hace poco él era uno de los usuarios del centro y también pasaba cada día en el aula de informática, con las clases de repaso y brincando, como se refieren cariñosamente en Mozambique al juego de los niños. Ahora forma parte del equipo de mantenimiento, con un salario mensual.
La intención de Sekeleka es ampliar sus líneas de trabajo. Si ahora el proyecto cuenta con el centro de día para niños y jóvenes y un programa de visitar en casa de los barrios de Macia y las comunidades de alrededor, el objetivo para 2019 es poner en marcha sesiones de formación profesional. Una formación que encontraría una salida directa al mercado laboral en la otra parte del plan de futuro a corto plazo; crear algunos pequeños negocios, en mente están la costura, una panadería y las frutas y verduras de las mashambas, para emplear a algunos de los niños y jóvenes que hoy asisten al centro y, al mismo tiempo, autofinanciarse.
“El empleo es un problema en Mozambique”, dice una madre que vive en una de las casas cercanas a Sekeleka. Se ha hecho de noche pero justo al lado del centro, pasados los alojamientos para turistas, una treintena de mujeres sigue con sus puestos de fruta a pie de carretera. Un Toyota se detiene y algunas jóvenes se adelantan para ofrecer naranjas, bananas, piña o masala, el fruto del Strychnos spinosa. Alguien pregunta por el precio de cuatro limones y una mujer se echa las manos a la cabeza. Aquí las unidades se cuentan por cazos, y en cada uno caben entre seis y ocho. El precio es de cien meticales, es decir, 1,4 euros.
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