Sin duda votar es un deber y un derecho que todo ciudadano mayor de edad puede y tiene que ejercer, pero especialmente el cristiano si aplica “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Y el voto hay que darlo al César. Aunque sea en blanco si fuese el caso, que es una manera de votar.
Quizás lo más complejo es
superar aquello de “los míos”. No nos referimos a traicionar ideales, sino justo al contrario: que los ideales existan y no se traicionen por fidelidad a unas siglas.
Que las siglas –al fin y al cabo– simples siglas son. Porque tristemente
de forma habitual la mayoría de los ciudadanos votan de corazón o de oído.
De corazón, por simpatía o –muy a menudo- por antipatía a un partido, o a unos políticos.
Dicen que en España (y países latinos), más que votar a alguien, se vota contra alguien. Y en nuestra opinión de este aspecto es bastante cierto.
Se interpretaría para algunos como una traición no votar a favor o en contra de un determinado partido, con lo que en estos casos estamos condicionando y prejuzgando nuestro voto a factores ajenos al hecho del buen o mal Gobierno que elegimos. Como si nuestra fidelidad fuese a una institución o a unas siglas.
Se dice también que hay
votos cautivos debido a las subvenciones, prebendas o favores personales. Esto es –dicho en plata- cohecho, y desde luego desde la esfera del cristianismo no deberíamos tener un voto cautivo por cualquier factor, sino que deberíamos poder exclamar, como Lutero, “mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios”, y a su luz analizar lo que se nos presenta de una forma amplia y sabia.
Pero de ninguna manera tener nuestra conciencia cautiva de tal o cual partido político como si –frente a tanto divorcio e infidelidad– el único matrimonio indisoluble fuese el de nuestro compromiso con un determinado partido político (o equipo de fútbol, pero ese es otro tema igual o más sensible).
Y se vota a menudo de oído, porque no se conoce realmente el programa de cada partido, sino aquello que los medios de comunicación o los otros partidos interpretan. Y debemos resaltar que no sólo es importante conocer las cuestiones de moral sexual (sin quitar un ápice de su importancia), que es lo que habitualmente el cristiano medio conoce más o menos de manera detallada (y hasta en esto hay matices importantes que se ignoran frecuentemente).
Además, decimos, de los aspectos de la moral sexual son también importantes otros aspectos igual de morales: la distribución del poder y de las riquezas, la sanidad pública, el fenómeno de la inmigración, la violencia doméstica, la atención a los discapacitados físicos y sociales, la política internacional (incluida la libertad de conciencia), y un largo etcétera.
Si aplicásemos aquel principio protestante de que el ser humano tiene una naturaleza que tiende irremediablemente al mal (políticos y no políticos incluidos), precisamente ese principio hace a la democracia un mal necesario e indispensable. Y por necesario, precisa de nuestra participación para que nuestra responsabilidad influya hasta donde sea posible.
Si, por contra, aplicamos la no menos bíblica idea de que el ser humano es imagen de Dios y por ello anhela y aspira a lo bueno, la democracia es un bien posible. Y como bien, una institución que podemos ayudar a desarrollarse de la mejor manera, siendo indispensable la aportación de todos para que los vacíos no sean los que den el gobierno a una minoría concreta.
No consideramos que una institución evangélica (ni de ninguna religión) deba pedir el voto para uno u otro partido, es más, nos parece muy grave. Es un gravísimo error, ya que vuelve a unir trono y altar en perjuicio de ambas instituciones, la religiosa y la política. Por ello, no pedimos ni orientamos desde aquí el voto en ningún sentido concreto, salvo las conclusiones que cada lector saque de los principios generales que ofrecemos y el propio contenido de los programas electorales.
Sin duda el componente subjetivo es inevitable en el análisis político. Decir lo contrario sería engañar o intentarlo. Pero creemos que es posible y necesario que cada persona se forme un criterio político.
Por todo ello, lo que sí
pedimos desde ahora, y creemos vital, es que el voto de todos los españoles –y en especial el de los evangélicos o protestantes- se ejerza como un derecho y un deber inexcusables.
Bien sea a uno u otro partido, o incluso con el voto en blanco (que significa la ausencia de una opción que consideremos mínimamente válida, y que también es una denuncia a la vez que un ejercicio del voto).
En cualquier caso, ninguna decisión debe ser tomada a la ligera. Si alguien entiende que todos sus actos tienen una faceta moral, nuestro voto no es simplemente una papeleta más para ser contada. Es nuestra conclusión delante de Dios de lo que creemos mejor en nuestra conciencia para el bien del país y de la sociedad. Y esto es esencial que lo hagamos con toda la seriedad que merece.
Votemos sabiamente.
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