Es una de las grandes alegrías que nos ofrece Protestante Digital, caminar junto a personas como él (y no nombraremos a otras, porque si no alguno siempre quedará en el tintero, salvo que hagamos una lista de hombres y mujeres, que a la vista están).
Esta semana vuelve a tocar un tema que ha salido intermitentemente en su sección de
mARTES a través de varios libros –más bien novelas- que analizan el pasado reciente de España en lo político, y en lo ideológico (por ejemplo el movimiento
hippy liberal). Y el resumen es desencanto y desengaño absolutos. España ha mejorado socialmente, pero el ser humano no es mucho más feliz. Y, sobre todo, las grandes utopías de revolución han fracasado.
Podríamos seguir analizando este profundo desengaño en que han finalizado los movimientos de ideales políticos y sociales. Pero como dicen que cuando señalamos con el índice a algo a alguien hay tres dedos que nos señalan a nosotros, queremos pararnos y preguntarnos ¿y qué de la revolución cristiana? ¿es esta la Iglesia, la comunidad con la que soñábamos cuando lo dejamos todo por seguir el ideal de Jesús?
Los que nos acercamos o superamos los cinco decenios (año más o menos) vivimos tiempos en los que ser cristiano protestante estaba mal visto. Algunos perdieron (perdimos) familia, trabajo y amigos. Y el ser “bien vistos”. A menudo existió una renuncia a ingresos económicos mejores por dedicar tiempo, esfuerzos y apoyo a obras sociales, misiones, sostenimiento de pastores e iglesias. Y en todos los casos existía la ilusión de una iglesia o comunidad mejores; y como consecuencia una sociedad en la que la influencia del perdón, la paz, el amor, la justicia, el poder de la ilusión, el desprendimiento de lo material fuesen una brújula, un espejo donde pudiera mirarse.
Pero
pasado el tiempo, debemos confesar que esto no ha sido así. La revolución ha dado paso a la rutina, a los intereses creados, a sustituir el poder de la fe por la fe en lo material. A perder de vista el arriesgarlo todo por amor para amar la comodidad de lo que me conviene y no me da problemas. Sustituir la locura del Evangelio –tan razonable casi siempre, hasta en las orillas del misterio- por las locuras de unos dictadores espirituales más o menos disfrazados. O a la inversa, sustituir el camino de los que trastocan el mundo por los que andan por el mismo camino que el mundo entero con la simple etiqueta de cristiano, como un actor más del teatro de la vida.
No nos desanima, ni nos sorprende. Nos reta. Nos hace cobrar nuevas fuerzas y mayor sentido. Porque creemos que –sin ser ni mucho menos los únicos- quienes se atreven a vivir nuestra aventura -como publicación, y como Alianza Evangélica Española- es porque aún mantiene vivos y encendidos los rescoldos de la llama. Porque aún hay vida de color en medio de la podredumbre de lo gris, porque la Palabra es más, mucho más, poderosa que la bolsa y que la espada. Porque aún la zarza arde sin consumirse en el monte Sinaí, y las lenguas de fuego del Pentecostés verdadero llevan a predicar y vivir el Evangelio de los apóstoles, el de los primeros cristianos. Imperfectos, pero convencidos de que mientras los griegos pedían sabiduría vacía y los judíos señales milagrosas, la única respuesta era la cruz vacía del carpintero torturado, muerto y devuelto a la vida. Esa locura de la cruz que sigue vigente para dar fuerza a los sueños, a lo inesperado, a lo imposible y también para limpiar lo sucio y ruin de todo ser humano.
Dios no ha muerto. Es el ser humano –“religiones” incluidas- el que ha muerto en vida en sus propios vacíos y errores, en sus falacias y razones, en sus iglesias, templos e instituciones que seguirían funcionando aunque Dios estuviese muerto.
Necesitamos mantener la revolución de la fe, hacerla más viva que nunca, locura sensata, razón loca. La misma que impulsó a María a creer que podía quedar encinta siendo virgen. O a un pescador abandonar su trabajo por seguir a un joven maestro de Galilea a una muerte segura.
Por esa revolución afrontamos aquello que creemos condenable, resistimos la crítica intentando aún así calibrar lo que puede tener de cierta, y seguimos adelante con la ayuda de quienes viajan en el mismo camino, y con la misma meta: Jesús.
¿Te atreves?
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