No tiene que ver nada con el carácter. Hay personas muy extrovertidas, activas, dicharacheras, con las que se puede pasar uno horas y horas, y sólo tocamos y vemos los adornos de las puertas de su almario.
Y a la inversa, hay personas reservadas, tímidas, poco expresivas, que tras unos minutos logran la experiencia de estar en íntimo contacto, alma con alma, de manera que el tacto espiritual logra establecer un contacto y comprensión que nos relajan y nos hacen sentir que no estamos solos, encerrados, atrapados en la rutina de la vida y de las apariencias.
Desgraciadamente esto no es fácil en general, y en particular dentro de la iglesia ¿por qué? Porque hay buenas personas (no digamos ya las malas) que creen que ser correcto es lograrlo en las formas. Y allá van, colocando pesadas y sólidas maderas protegiendo su almario, de manera que cuando uno llama a sus puertas suena “toc, toc”, pura ortopedia (con buen o mal contenido en el alma, que en eso no entramos).
El auténtico problema de salir del almario es que uno es como es. Y a la vez que permite la más absoluta espontaneidad, se corre el enorme riesgo de equivocarse, de que nos salgan las arrugas a la luz (arrugas de malos gestos, de actitudes equivocadas) y ¡ay! eso es demasiado para quien quiere ser perfecto.
No se trata de ser instintivo y brutal, sino espontáneo, disfrutando de la libertad de ser quien somos (al fin y al cabo Dios se definió como “Yo soy el que soy”, y estamos hechos a su imagen y semejanza) a la vez que –claro está- reconocemos lo que debemos corregir en el momento en que nos equivocamos. Aunque esto último también es un tremendo ejercicio para quien se ha acostumbrado a estar tan aparentemente supercorrecto-sinfallos-estupendocristianosiemprechachi tapado por el hermoso frente de su almario; aunque la procesión evangélica (o católica, o agnóstica, o de otro tipo) vaya por dentro.
Todos conocemos la historia de David y Goliat. Lo que muchos no saben es que antes de la pelea el rey Saúl ofreció su armadura al pastor David, pero éste se negó a llevarla tras comprobar que le resultaba más estorbo que ayuda. Prefería arriesgarse a ser él mismo, pastor con su honda, que imitar el guerrero que no era, arrastrando una armadura que en teoría le defendía pero que en realidad hubiese sido su tumba.
Vamos, que David no quiso entrar en el almario, sino permanecer fuera. Porque para pelear por lo que creemos también hay que abandonar las formas correctas y ser nosotros mismos. Y así andan muchos
davides, arrastrando armaduras que son cadenas, esclavizados en sus propias seguridades y formas, perdiendo batalla tras batalla, pero satisfechos de sus formas exquisitas.
Y lo peor de todo es que estando encerrados no se puede llegar al alma del otro, para decirle que la verdadera libertad y seguridad no está en nuestras torres y almenas, sino en la mano abierta, desnuda, herida, del maestro de Nazaret. ¿Estás dispuesto a que te hieran? Esa es la última y gran prueba,
¿No se han fijado cuántas veces dicen los Evangelios que Jesús tocaba o se dejaba tocar por otras personas? A veces por quienes eran inmundos para la sociedad de su tiempo: prostitutas, enfermos, marginados. La escena en casa del correctísimo Simón el fariseo (que no le tocó) juzgando a Jesús por dejarse acariciar y besar los pies por una prostituta es una de las historias grandiosas del trato humano de Jesús.
Pero también Jesús entraba en contacto estrecho con sus discípulos, con quienes amaba. Incluso para limpiarles los pies. El dueño del universo abandonando su trono para arrodillarse y tocar los pies de los suyos, incluido el traidor Judas.
¿Vives dentro o fuera de tu almario? ¿Tocas y te dejas tocar? Piénsalo, no es ninguna tontería.
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