La Lolo

La Lolo les regaló, el día de su boda, un pequeño mosaico cerámico que había creado con sus propias manos. A los recién casados les encantó aquel obsequio, sin sospechar que, con el paso de los años, se convertiría en un silencioso testigo de su unión. Parecía casi un talismán, un guardián discreto de su amor.

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Durante los primeros años de matrimonio, el mosaico ocupó un lugar de honor en la casa. Pero el tiempo, con sus remodelaciones y sus olvidos, acabó relegándolo al desván.

Allí quedó, apartado, como si su belleza hubiese envejecido junto con la decoración.

El amor de él era humano; el de ella, verdadero. El tiempo se encargó de revelarlo. El mal humor de él turbaba la delicada sensibilidad de su esposa, y tras cada disputa, ella buscaba refugio en el desván.

Allí, entre cajas y recuerdos, se sentaba a contemplar el pequeño mosaico. Siempre encontraba algo que reparar: un clavo suelto, una tesela despegada, una capa de polvo que borrar. Aquella tarea, repetida mes tras mes, se volvió su rito de consuelo.

Pasaron los años, y un día el marido cayó en crisis. Quizá fue la enfermedad, o la certeza de la muerte próxima, o una súbita conciencia de su propia vaciedad. Algo se quebró dentro de él.

Cuando regresó del hospital, ya no era el mismo. Ahora era él quien se volvía sensible, quien miraba con otros ojos las paredes de su casa, los libros, los objetos olvidados.

En su interior se había reordenado el mundo: lo más importante eran su esposa y sus hijos.

Un día subió al desván, movido por una necesidad inexplicable de repasar los restos de su vida no vivida. Y allí, entre el polvo y los ecos del tiempo, encontró el mosaico de la Lolo.

Bajó corriendo las escaleras, con los ojos iluminados.

— ¡Mira lo que acabo de encontrar, el mosaico de la Lolo!

— ¡Qué alegría! — respondió ella.

— ¡Está como nuevo! ¿Cómo ha podido conservarse así?

Ella sonrió en silencio. No hacía falta explicarlo.

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