Las arcas vacías

El emperador convocó a dos reyes y los comisionó para que hicieran fructificar sus bienes. Al cabo de un tiempo, ambos serían llamados a rendir cuentas y recibir reconocimiento.

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El primer rey distribuyó talentos entre sus siervos — a uno diez, a otro cinco, a otro dos —, confiando en que cada uno los haría prosperar.

El segundo rey hizo lo propio con los suyos.

Pasado el tiempo, el primer rey obtuvo grandes beneficios de las inversiones. En agradecimiento, otorgó tierras a sus súbditos más fieles y comunicó con orgullo sus logros al emperador.

El segundo rey también repartió tierras entre los suyos, pero cuando compareció ante el emperador, no presentó ganancia alguna.

Intrigado, el emperador le preguntó:

— ¿Por qué te presentas ante mí sin beneficio alguno?

El rey respondió con serenidad:

— Majestad, he recibido tantos talentos como mi hermano, y he visto multiplicarse sus frutos. Pero no los guardé en mis arcas ni los conté como míos: los repartí entre el pueblo necesitado.

El emperador guardó silencio un momento y preguntó a ambos:

 — ¿A quién creéis que debo premiar? ¿A quien se presenta ante mí con las manos llenas o al que se presenta con las arcas vacías?

El primer rey se adelantó y dijo:

— A mí, señor, que he procurado su reconocimiento tal como entendí que lo deseaba.

El emperador sonrió y respondió:

— No te apresures. Así obra Dios: entrega talentos a sus hijos, les concede ciudades y dones, pero todo ello tiene un fin más alto —que su gracia alcance a todos —. El verdadero honor está en devolverlo todo vacío, porque así se demuestra que la gracia ha sido repartida. 

Y añadió:

— A ti, que mostraste gracia, te otorgo mi reconocimiento. Pero no despreciaré tampoco las riquezas del otro rey, pues con ellas se celebrarán fiestas en ambos reinos por un mes entero.

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