Coronados con perejil

De manera masiva se agolpaban los ciudadanos piadosos ante aquel templo griego. El sacerdote, un hombre que se hacía llamar el Gran Arrepentido, concedía redención eterna sin discriminación a todo aquel que se le acercaba, otorgándole la más alta distinción en un ritual de entronización: una corona de perejil.

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Cada cual se calaba la suya con orgullo, como siglos después haría Napoleón Bonaparte en su autocoronación. El “hágaselo usted mismo” ya era costumbre por aquel entonces.

El arrepentimiento era considerado mérito adquirido de los coronados, una virtud que obligaba a los dioses para hacerles acreedores de la redención. Miles y miles de ellos se sentían beneficiados y agradecidos.

Desde los confines del mundo conocido llegaban peregrinos hasta aquella polis donde residían el sacerdote y su comunidad, ansiosos por conocer el profundo significado de la entronización con petroselinum crispum, es decir, perejil.

Un escribano, algo bisoño y poco hábil para narrar aquella gloriosa eclosión de hombres y mujeres redimidos, se atrevió a formular una pregunta de muy bajo voltaje al hombre fuerte del lugar:

— Viendo el sinnúmero de coronados, ¿de dónde sacan ustedes tanto perejil para tantas cabezas?

— Básicamente — respondió sin tapujos —, vamos al mercadillo de los martes y nos lo dan gratis.

P.S.: En la Grecia antigua las coronas de perejil se usaban con sentidos tanto religiosos como funerarios y deportivos.

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