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Frankenstein: el eco del Creador y la criatura

Un espejo cristiano en la oscuridad del mito.

PANTALLAS AUTOR 802/Samuel_Arjona 24 DE OCTUBRE DE 2025 12:00 h

En el fondo de cada relámpago que cruza la noche de Frankenstein resuena una vieja pregunta: ¿qué ocurre cuando el hombre se atreve a ocupar el lugar de Dios?



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La nueva adaptación de Guillermo del Toro vuelve a despertar esa inquietud que Mary Shelley encendió hace más de dos siglos. En su relato, la creación no es un acto glorioso, sino una herida.



El fuego que ilumina el laboratorio del joven Victor es también el fuego del orgullo humano, la chispa que quiere suplantar al Creador y acabar, paradójicamente, expulsada de la luz.



Shelley no escribió solo una historia de terror. Escribió una parábola sobre la soledad de la criatura y el vacío del hombre que ha dejado de mirar al cielo.



Por eso Frankenstein es, más que una novela, una especie de espejo moral. Nos obliga a preguntarnos qué significa crear, qué significa ser creado, y qué ocurre cuando se quiebra la relación entre ambos.



 



I. El deseo de crear: un fuego que arde y consume



Victor Frankenstein es la imagen más refinada de la soberbia moderna. No busca poder político ni gloria militar, sino algo más profundo: fabricar vida.



Quiere ver lo que solo Dios ve; quiere pronunciar la palabra que solo Dios pronuncia: “Vive”. En su taller, entre frascos y descargas eléctricas, se gesta una criatura nacida no del amor, sino del desafío.



Pero la creación sin amor se vuelve monstruo. La ciencia, cuando se desprende de la reverencia, no engendra hijos, sino objetos.



Se puede reconocer ahí el eco del primer pecado: el ser humano que, en el jardín, quiso “ser como Dios” y acabó descubriendo su desnudez. Shelley, sin saberlo quizá, escribió una metáfora del Génesis invertido: un hombre que fabrica vida y, al instante, la rechaza.



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En ese rechazo se revela la herida original: el deseo de crear sin responsabilidad. Victor no soporta mirar el rostro de lo que ha hecho. Como tantos creadores humanos, se siente poderoso al construir y cobarde al amar. Y ahí comienza la tragedia.



 



II. El abandono del hijo



Cuando el monstruo abre los ojos, el mundo no lo acoge. Su padre huye, horrorizado. Su creador no le da nombre.



Desde ese momento, la criatura se convierte en símbolo de todo lo que el hombre engendra y abandona: hijos sin guía, ideas sin ética, inventos sin conciencia.



El cristianismo enseña que el acto creador de Dios va siempre acompañado de cuidado. “Vio Dios que era bueno”, repite el Génesis: la creación no es un experimento, sino un vínculo. Victor, en cambio, ve su obra y la odia. Y al odiarla, se odia a sí mismo.



El monstruo —a quien nunca se le concede nombre— encarna la soledad absoluta: no pertenece a la tierra ni al cielo, ni a la vida ni a la muerte.



Su maldad crece con el rechazo; quiere amar, pero nadie le enseña el lenguaje del amor. Quiere acercarse, pero cada rostro lo maldice. En sus palabras, en su deseo de ser visto, palpita una nostalgia del Creador que lo ha dejado solo.



 



III. La criatura como espejo del alma humana



Hay un momento en que el monstruo contempla su reflejo en el agua y se estremece: “¿Quién soy yo?”, parece decir. Esa pregunta nos pertenece a todos.



Shelley entendió que la verdadera monstruosidad no está en el aspecto exterior, sino en la pérdida del rostro amado. El monstruo no se vuelve terrible porque sea feo, sino porque nadie lo mira con misericordia.



Cada ser humano guarda en su interior esa misma tensión: la de saberse hecho a imagen de Dios y, a la vez, deformado por el pecado. Frankenstein nos recuerda que sin el amor del Creador, incluso la vida más perfecta se vacía.



Somos criaturas dependientes, heridas, necesitadas de nombre. Cuando olvidamos eso, fabricamos monstruos: ideologías, tecnologías, obras o hijos que cargan el peso de nuestra soberbia.



Pero el Evangelio enseña que la última palabra no la tiene el abandono, sino la gracia. A diferencia del científico de Shelley, Dios no huye de su criatura caída: la busca, la llama por su nombre, y entrega su propio Hijo para restaurarla.



En ese contraste —entre Victor que se esconde y Cristo que se entrega— reside la enseñanza más profunda que puede hallar un cristiano en esta historia.



 



IV. La sed de eternidad



El motor oculto de Victor Frankenstein no es solo la curiosidad científica: es el miedo a la muerte. Quiere encontrar el secreto de la vida eterna, pero lo busca en la materia.



Intenta conquistar el tiempo con la electricidad, como si la inmortalidad fuera un experimento de laboratorio.



Ese deseo tiene una raíz noble —nadie quiere morir—, pero se convierte en tragedia cuando olvida su dirección. La eternidad, separada del amor, se vuelve infierno.



Lo que debía ser victoria sobre la muerte termina siendo condena perpetua: ni el creador ni la criatura hallan descanso. Ambos vagan, presos de su propia obra, hasta desvanecerse en la nieve.



La vida eterna no se fabrica, se recibe. No nace del dominio, sino del don. El hombre que pretende alcanzar la inmortalidad por su cuenta acaba convertido en sombra.



Solo el que acepta su límite y confía en la promesa divina descubre la vida verdadera.



 



V. Frankenstein en la pantalla: mitos que regresan



Desde la versión de James Whale en los años 30 hasta las visiones poéticas de Kenneth Branagh y, ahora, la sensibilidad melancólica de Guillermo del Toro, Frankenstein ha adoptado mil rostros.



Cada generación lo reinventa, porque cada generación vuelve a tropezar con las mismas preguntas: ¿qué es el hombre? ¿Dónde termina la ciencia y comienza la conciencia? ¿Quién merece ser llamado hijo?



Del Toro, que siempre ha habitado los márgenes entre lo monstruoso y lo divino, parece especialmente llamado a resucitar este mito. En su universo, las criaturas son a menudo más humanas que sus creadores.



Quizá su versión de Frankenstein vuelva a recordarnos que la fe y la compasión no pertenecen a los templos, sino a los ojos capaces de ver belleza incluso en lo deformado.



 



VI. Epílogo: cuando el Creador no huye



Al terminar la novela —o al apagarse la pantalla de cine— queda un silencio que no es solo tristeza, sino oración.



En ese silencio, uno puede imaginar a la criatura alzando los ojos al cielo, no para maldecir, sino para preguntar: “¿Hay alguien que me mire sin huir?”.



Y la fe responde: sí.



El Dios del Evangelio no se asusta de sus criaturas heridas. No les da la espalda. Desciende al barro, se hace carne, carga la fealdad del mundo y la transforma en salvación.



Donde Victor huye, Cristo se queda. Donde el hombre abandona, Dios acompaña. Donde el experimento fracasa, la cruz redime.



Quizá por eso Frankenstein sigue conmoviendo a generaciones enteras: porque bajo su máscara de terror late una súplica profundamente humana. La súplica de ser vistos, de ser perdonados, de ser amados.



Y el cristiano, puede reconocer en ese clamor la voz de toda la humanidad que, aún entre relámpagos y tinieblas, al ser encontrado por el Creador, finalmente, descansa.



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COMENTARIOS

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María Victoria Torres-Pardo
25/10/2025
06:04 h
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¡Qué hermoso análisis de la novela, Samuel! ¡Precioso! Estoy deseando ver la película de Guillermo del Toro. Muchas gracias ??
 



 
 
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