El narcisismo no es solo vanidad. Es un patrón de grandiosidad, necesidad de admiración y falta de empatía que, en contextos espirituales, puede camuflarse tras el lenguaje de la fe.
Un fragmento de “Cuando el abuso espiritual entra en la iglesia", de Chuck Degroeat (Clie, 2025). Puede saber más sobre el libro aquí.
Mostraos como sois, arrancaos las máscaras. La iglesia nunca fue hecha para ser una mascarada. Charles Spurgeon
En mi grupo de jóvenes del instituto nos pidieron memorizar Filipenses 2. En mi Biblia, el encabezado decía algo así como “Imitar la humildad de Cristo”.
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Aquella invitación a la humildad se basaba en la de Jesús, quien, «siendo en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo…» (Fil 2:6-8).
Ingenuamente, pensé que la mayoría de los cristianos procuraban recorrer ese mismo camino humilde.
Por eso, cuando conocí a mi primera “celebridad cristiana”, esperaba encontrarme con una encarnación de Jesús. En el escenario era carismático, con gestos amplios y sonrisa radiante. Pero, cuando lo saludé fuera del auditorio, se mostró distante, frío, inaccesible.
Aquel encuentro fue mi primer roce con el narcisismo dentro de la iglesia. Me dejó con la amarga sensación de no valer lo suficiente ni siquiera para una breve conversación. Sin saberlo, el narcisismo había entrado en mi vida eclesial.
Años más tarde, la historia se repitió. Un compañero de ministerio, amable y encantador en apariencia, terminó mostrando un comportamiento confuso y manipulador.
Tras meses de ansiedad y desorientación, un terapeuta me lo explicó con claridad: «Estás tratando con un narcisista». Por entonces no tenía vocabulario psicológico, pero aquella palabra dio nombre a algo que ya conocía demasiado bien: el encanto que oculta abuso, la luz que esconde sombra.
El narcisismo no es solo vanidad. Es un patrón de grandiosidad, necesidad de admiración y falta de empatía que, en contextos espirituales, puede camuflarse tras el lenguaje de la fe.
Personas inteligentes, influyentes e incluso piadosas pueden desplegar una mezcla de sabiduría y manipulación, de encanto y agresividad. Cuando descubrimos esas dinámicas en líderes o compañeros de fe, la confusión es devastadora.
Todos podemos mostrar rasgos narcisistas. En algún momento nos sentimos superiores, merecedores, o comparamos nuestro valor con el de otros. Pero el trastorno de personalidad narcisista (TPN) va más allá: crea una identidad grandiosa sostenida por la admiración ajena y protegida contra la humildad.
La psicóloga cristiana Diane Langberg lo resume así: «El narcisista tiene muchos dones, menos el don de la humildad».
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Y, aunque parezca que la iglesia debería ser el último lugar donde el narcisismo se manifieste, lo cierto es que lo hace —en miembros comunes, en líderes de todos los espectros teológicos y en sistemas eclesiales que lo amparan—.
En la iglesia solemos esconder el dolor tras sonrisas espirituales. Como dijo un cliente mío: «Soy más yo mismo los miércoles en Alcohólicos Anónimos que los domingos por la mañana».
Spurgeon tenía razón: la iglesia no fue hecha para ser una mascarada. La ocultación es el caldo de cultivo del narcisismo.
He visto esta dinámica en múltiples contextos. Pienso en Jade, una mujer cristiana que acudió a consejería por depresión. Su marido, médico exitoso y miembro ejemplar de la iglesia, llevaba años humillándola con críticas constantes.
Ella pidió ayuda pastoral, pero la respuesta fue silencio o sospecha. “Debe estar exagerando”, decían algunos. En público él era encantador; en casa, controlador y cruel. Nadie intervino.
O recuerdo a Beth, una líder laica influyente que, tras ganarse la confianza del pastorado, manipuló a la comunidad hasta provocar la dimisión del pastor principal.
Luego trajo a un antiguo conocido con el que había tenido una relación impropia. Ambos usaron su carisma y poder para moldear la iglesia a su medida.
Estos casos ilustran cómo el narcisismo puede habitar en personas comunes: agradables, seguras, inspiradoras… y, al mismo tiempo, profundamente destructivas.
Su fuerza está en la máscara. Y la iglesia, deseosa de líderes fuertes y visionarios, a menudo se convierte en el escenario perfecto para su actuación.
El sacerdote y psicólogo Henri Nouwen escribió: «La historia de la iglesia es la historia de personas tentadas una y otra vez a elegir el poder sobre el amor, el control sobre la cruz, ser líderes en vez de dejarse guiar».
Esa tentación sigue viva. Hoy el narcisismo pastoral se manifiesta en pastores de grandes y pequeñas iglesias, celebridades cristianas, autores prolíficos, blogueros y plantadores carismáticos.
Lo inquietante es que el narcisismo suele presentarse en un paquete convincente: liderazgo fuerte, visión clara, carisma inspirador.
En mis años de evaluación psicológica de pastores, he visto que los rasgos narcisistas aparecen con frecuencia disfrazados de virtudes.
El ministerio, por su propia exposición pública, actúa como imán para personalidades que buscan admiración. Los índices son aún más altos entre los plantadores de iglesias, donde el éxito y la visibilidad son recompensados.
Tras la fachada de confianza se esconden, muchas veces, vergüenza, miedo y adicciones secretas. El poder se convierte en una armadura que protege al yo frágil, pero que termina oprimiendo a los demás.
Así, los pastores narcisistas no conducen al rebaño a aguas de reposo, sino a tormentas de ansiedad, comparación y competencia.
Las conferencias ministeriales están llenas de esa tensión: quién predica mejor, quién tiene más seguidores, quién vende más libros. En ese ambiente, la autenticidad se vuelve sospechosa. Y mientras tanto, la confianza en el clero cae.
En 1985, el 67 % de los estadounidenses confiaba en sus pastores; hoy, menos de la mitad. Los escándalos, la falta de transparencia y el culto a la personalidad han erosionado la credibilidad pastoral.
Aun así, seguimos confundiendo carisma con unción, dominio con liderazgo espiritual. En demasiadas redes ministeriales se promueven jóvenes líderes sin formación ni madurez interior, pero con talento para comunicar y construir marca.
Sin una formación del alma, el éxito se convierte en ídolo, y el ministerio, en escenario.
Durante siglos, las estructuras eclesiales han favorecido jerarquías donde algunos acumulan poder mientras otros quedan subordinados. No toda jerarquía es mala, pero en estos sistemas el narcisismo encuentra terreno fértil.
Cuando la iglesia sustituye la humildad cruciforme por la lógica del control, aparece lo que podríamos llamar una “espiritualidad imperial”: grandeza, derecho, falta de empatía.
Los sistemas narcisistas prosperan cuando se protege la autoridad y se castiga la crítica. La lealtad se confunde con santidad, y la disidencia, con rebeldía.
En un entorno así, el líder narcisista se presenta como víctima de conspiraciones o incomprensiones, lo que refuerza su papel de héroe perseguido. El sistema reacciona defendiéndolo, incluso a costa de las víctimas. Cuestionar el modelo equivale a traicionar a Dios.
Las iglesias narcisistas también desarrollan una identidad de excepcionalidad espiritual: “Dios está haciendo algo único aquí”.
Cualquier voz que cuestione esa narrativa se silencia o se margina. Se exige sacrificio absoluto a cambio de pertenencia, y los que no idealizan al líder son “masticados y escupidos”.
He conocido comunidades donde los líderes sin formación teológica fueron adoctrinados por el propio pastor fundador, convencidos de participar en un movimiento sin precedentes. Creían ser instrumentos de un “destino manifiesto” eclesial, mientras reproducían dinámicas de manipulación y abuso espiritual.
Los sistemas narcisistas existen para sí mismos, aunque hablen de servicio, justicia y humildad. Los que logran acercarse al poder suelen perder su integridad o quemarse por agotamiento.
Pero la esperanza, aun así, no se extingue: Dios sigue levantando voces proféticas que desenmascaran la idolatría del ego y llaman a la iglesia a volver al camino del Siervo.
El narcisismo puede disfrazarse de espiritualidad, pero el evangelio nos recuerda que la grandeza del reino no se mide por la admiración que generamos, sino por la capacidad de servir sin buscar reconocimiento.
El llamado de Cristo sigue siendo el mismo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11:29).
Cuando la iglesia olvida esto, pierde su centro. Pero cuando lo redescubre, se convierte nuevamente en espacio de gracia, sanidad y verdad. La humildad no es debilidad: es la forma más pura de poder redimido.
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