Este credo no solo proclama en qué creen los cristianos, sino también en qué no creen. Dice sí a la verdad del evangelio y no a las distorsiones que pueden desviar la fe.
Un fragmento de “El Credo Niceno: Una introducción", de Phillip Cary (Clie, 2024). Puede saber más sobre el libro aquí.
El Credo Niceno surge como una afirmación decisiva en medio de una gran controversia teológica. En el siglo IV, algunos líderes cristianos comenzaron a enseñar que Jesucristo no era eterno, que hubo un momento en que no existía y que fue creado por Dios como cualquier otra criatura.
Estas ideas escandalizaron a muchos creyentes, ya que atentaban contra una convicción central de la fe cristiana: que Jesús es verdaderamente Dios.
Decir que Cristo fue creado implicaba negar su divinidad plena y convertir su adoración en idolatría, reduciendo al Salvador a una criatura más. Frente a esto, la iglesia respondió reuniéndose en el Concilio de Nicea en el año 325 d. C., convocado por el emperador Constantino.
Allí, los obispos redactaron una declaración de fe que afirmaba la divinidad eterna del Hijo y rechazaba con firmeza cualquier enseñanza que lo subordinara como una criatura. Esa declaración se conoce como el Credo de Nicea, y fue posteriormente ampliada en el Concilio de Constantinopla en el año 381 d. C., dando origen al texto que hoy conocemos como el Credo Niceno.
Este credo no solo proclama en qué creen los cristianos, sino también en qué no creen. Su carácter afirmativo y negativo es clave: dice sí a la verdad del evangelio y no a las distorsiones que pueden desviar la fe.
De ahí su importancia para distinguir entre el verdadero Cristo y los falsos sustitutos teológicos. La claridad doctrinal era vista como una forma de proteger la adoración verdadera y el mensaje de salvación.
El principal opositor de la doctrina de la divinidad plena de Cristo fue Arrio, un presbítero de Alejandría. Aunque el Concilio no lo mencionó por nombre, sus enseñanzas fueron condenadas a través de los llamados anatemas (maldiciones solemnes) incluidos en el primer credo.
La controversia que generó esta enseñanza fue tan persistente que dio origen a una de las herejías más influyentes de la historia cristiana: el arrianismo. Sin embargo, como señala el autor, este libro no es sobre la herejía, sino sobre la verdad que el Credo Niceno proclama: la identidad de Cristo como Hijo eterno de Dios.
El Concilio de Nicea, además de ser una respuesta doctrinal, fue también una innovación eclesial. Fue el primer concilio ecuménico, es decir, una reunión de obispos representando a la iglesia de todo el mundo conocido. La palabra ecuménico proviene del griego oikoumene, que significa "el mundo habitado".
Aunque ya existían sínodos locales donde los obispos trataban asuntos pastorales y doctrinales, este concilio marcó un nuevo nivel de universalidad en la toma de decisiones.
Nicea fue una ciudad de Asia Menor (actual Turquía), no muy lejos de Constantinopla, la capital del Imperio romano de Oriente. En ese contexto, la figura de Constantino, el primer emperador cristiano, fue clave para reunir a los obispos y facilitar el diálogo. Su interés no era solo religioso, sino también político: la unidad de la fe era vista como un factor de estabilidad para el imperio.
El credo surgido de Nicea fue un desarrollo de las confesiones de fe que ya existían en la iglesia primitiva. Desde los primeros tiempos del cristianismo, los nuevos creyentes hacían confesiones orales en el momento de su bautismo, muchas de las cuales giraban en torno a la fórmula trinitaria de Mateo 28:19: “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Una de esas confesiones orales dio origen al llamado Credo de los Apóstoles, de uso particular en Roma.
Lo novedoso en Nicea fue que estas confesiones locales se adaptaron y unificaron en un solo texto doctrinal para toda la iglesia. En el año 381 d. C., el Concilio de Constantinopla completó y amplió el credo, sobre todo en lo relativo al Espíritu Santo, eliminando los anatemas del texto original.
Este nuevo texto fue confirmado como expresión oficial de la fe nicena en el Concilio de Calcedonia en el año 451 d. C.
Aunque los estudiosos suelen llamarlo el Credo Niceno-Constantinopolitano, el nombre más común sigue siendo Credo Niceno, precisamente porque confiesa la misma fe proclamada en el primer concilio, ahora de forma más completa. Desde entonces, este credo ha sido recitado por católicos, ortodoxos y muchos protestantes en sus liturgias y confesiones de fe.
El texto se convirtió así en una verdadera confesión ecuménica, es decir, una declaración compartida por la iglesia universal, más allá de las diferencias denominacionales. A través del Credo Niceno, la iglesia proclama una sola fe en un solo Dios trino, manteniéndose unida en lo esencial a pesar de las diferencias culturales y teológicas.
El autor del libro también reflexiona sobre los matices en la unidad cristiana. Habla de la iglesia como ortodoxa (con “o” minúscula), en el sentido de que enseña la doctrina correcta; como católica (con “c” minúscula), en el sentido de ser universal; y como evangélica, en tanto proclama la buena noticia del evangelio.
Estas cualidades son compartidas por todos los que confiesan la fe de Nicea. Por otro lado, distingue entre Ortodoxos y Católicos (con mayúscula), refiriéndose a las ramas eclesiales específicas: la ortodoxa oriental (griega, rusa, armenia, etc.) y la católica romana (en comunión con el papa).
Las diferencias entre Oriente y Occidente también se reflejan en las versiones del credo. La traducción latina del credo introdujo algunas variaciones respecto al texto griego, algunas de menor importancia, otras con implicancias teológicas más profundas.
Estas diferencias, aunque no invalidan la unidad básica del credo, sí han influido en las tradiciones doctrinales de las distintas ramas del cristianismo. Por ejemplo, términos como consustancial (homoousios) o expresiones como se hizo hombre provienen de esa tradición latina.
El autor aclara que la traducción que usará en el libro no es idéntica a ninguna versión oficial litúrgica. Dado que no existe una traducción estándar del Credo Niceno ni en inglés ni en español, ha optado por una versión propia, fiel al texto griego, pero también comentada a la luz de la versión latina.
Su propósito es ayudar al lector a entender mejor cada término, conectándolo con sus raíces bíblicas, teológicas y lingüísticas.
Para estructurar el comentario, el autor divide el credo en tres “artículos”: uno para cada persona de la Trinidad. El segundo artículo, dedicado a Jesucristo, se subdivide en dos partes: su divinidad y su humanidad.
Esta división responde tanto a la estructura del credo como a las grandes discusiones doctrinales que marcaron la historia del cristianismo.
El autor insiste en que el credo es un texto antiguo, y como tal, sus palabras tienen múltiples capas de significado. Uno de los objetivos del libro es ayudar al lector a descubrir esas capas, revelando las riquezas del lenguaje del credo.
Por ejemplo, al decir “encarnado”, conviene recordar que la raíz latina carne remite directamente a la realidad de la humanidad asumida por el Verbo eterno.
Además, el libro se dirige a lectores que, aunque estén familiarizados con la Biblia, quizás no lo estén con la teología cristiana. Por eso se explican cuidadosamente términos como encarnación, que a menudo se repiten en las iglesias sin que muchos comprendan su sentido profundo.
Este esfuerzo por enseñar el vocabulario teológico busca enriquecer la fe de quienes quieren conocer mejor lo que creen y por qué lo creen.
También se introducen términos técnicos desarrollados por la tradición teológica a lo largo de los siglos, no solo para especialistas, sino para todos los cristianos que desean entender su fe con mayor profundidad. El libro se presenta así como una puerta de entrada al estudio teológico, accesible y fiel al legado cristiano.
El enfoque del autor es bíblico y cristocéntrico. Desea mostrar cómo el Credo Niceno expresa con precisión lo que la Escritura enseña sobre Dios, Cristo y el Espíritu Santo.
De este modo, ayuda a los cristianos a poner en palabras lo que ya creen desde la fe, y a ver en el credo una proclamación del evangelio, no una carga doctrinal. En palabras de Lutero, el credo nos ofrece evangelio, no ley: no nos dice lo que debemos hacer, sino lo que Dios ya ha hecho por nosotros.
Así, el Credo Niceno no solo es una declaración doctrinal, sino una fuente de consuelo y alegría para los creyentes. Proclama las obras salvíficas de Dios, su encarnación, muerte, resurrección y glorificación, y lo hace con palabras que han sostenido a la iglesia durante siglos.
Al recitarlo, los cristianos se unen a una gran comunidad histórica y espiritual, compartiendo una misma fe, un mismo Señor y un mismo bautismo.
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