¿La materia o Dios?

Cuando, en conversación con el amigo incrédulo, uno intenta argumentar la existencia de Dios por las cosas existentes, generalmente surge la inmediata pregunta: “y a Dios, ¿quién lo ha hecho?” Es como si se intentara cambiar misterio por misterio. Según esto, aceptar a un Dios increado y eterno sería tan difícil como asumir la eternidad de la materia. Desde semejante perspectiva, increado por increado, eterno por eterno, enigma por enigma, el ateo prefiere quedarse con la suposición de la materia generadora que, supuestamente habría existido desde siempre y, por lo menos, no exige ningún compromiso personal. No obstante, creo que elegir a Dios -a pesar de las posibles implicaciones- es infinitamente más razonable.

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Conceder la eternidad y la capacidad de generarlo todo a la materia ciega e inconsciente es un absurdo filosófico. Es otorgar las máximas perfecciones a algo imperfeto y cambiante. Es asumir que el universo, el orden, la vida, la complejidad, la harmonía, la información y la inteligencia surgieron de la materia sin propósito ni entendimiento. Algo muy difícil de creer. ¿Será acaso el mundo obra de la casualidad? ¿Será el Big Bang el producto de alguna desconocida energía física preexistente? ¿Serán la materia y energía brutas las que han creado la conciencia humana? ¿Puede haber orden sin ordenador, arquitectura sin arquitecto, relojes sin relojero, máquinas sin mecánico, arte sin artista? Asumir tales creencias supone, en mi opinión, el colmo del absurdo y la contradicción. La materia no puede ser eterna e increada. Sólo un Dios eterno e inmutable como el de la Biblia puede dar razón de todo lo creado. Él es la causa primera de todo cuanto existe.