Mientras en la película los pobres son un instrumento para la satisfacción de los más acomodados, el mensaje del Evangelio nos recuerda que la verdadera caridad no busca ser vista ni aplaudida.
En Plácido, Berlanga levanta una suerte de espejo amargo en el que la España de posguerra, esa España de rostros grises y calles empedradas, se encuentra retratada en su mezquindad y su miseria cotidiana. La trama se construye sobre una ironía demoledora: una campaña caritativa de Nochebuena que invita a los más ricos a compartir mesa con los pobres, bajo el lema “Siente a un pobre a su mesa”. En esta propuesta, el director Luis García Berlanga encuentra el campo ideal para desplegar la causticidad y el humor ácido que definen su estilo, dejando al espectador con esa mezcla de risa y amargura que solo puede provocar una realidad desnuda y sin concesiones.
Aquí no hay héroes ni redenciones, solo una procesión de personajes enredados en la contradicción de sus propias intenciones. Plácido, el protagonista que da título a la cinta, es un hombre corriente, abrumado por la letra de su motocarro y por las exigencias de una vida que le pasa por encima. Su periplo durante el día de Nochebuena, rodeado de empresarios de la caridad y bienhechores de salón, es un retrato de la pequeñez y la impotencia de los de abajo, de aquellos que en su bondad sencilla no necesitan exponer sus buenas obras al mundo. Plácido, en su honestidad algo torpe y su obstinada responsabilidad, se convierte en el último refugio de una moral que la sociedad parece haber olvidado en aras del prestigio y las apariencias.
Sin embargo, bajo su apariencia de buen hombre atrapado por circunstancias adversas, Plácido esconde la lucha de alguien que, aún ahogado por las exigencias externas, se esfuerza por ser íntegro. Atrapado en una red de hipocresía ajena y deudas propias, su desgaste es palpable: mientras los “bienhechores” disfrutan de su superioridad moral, él ve cómo sus esfuerzos se tornan en una carga que a nadie importa realmente. Plácido es, así, un reflejo de esa España ignorada, de aquellos que, pese a sus errores y limitaciones, no buscan sino cumplir con un deber sencillo y honesto, una bondad que la sociedad pasa por alto en su superficialidad.
En esta historia, la caridad se convierte en un escaparate de la hipocresía. La solidaridad se mide en luces y acciones vistosas, en cenas y buenos tratos para la galería, mientras el prójimo se convierte en un ornamento que, en última instancia, es prescindible. Berlanga despliega esta farsa con mano firme y sarcasmo devastador, mostrándonos los rostros de esa España que se viste de buenos modales y falsa piedad, pero que en el fondo no busca más que exhibirse en su propio escaparate.
Los personajes de Plácido son precisamente los rostros de esta hipocresía. Están las señoras de alta sociedad, con sus pieles y abrigos, que invitan a los pobres a su mesa con una condescendencia que no puede evitar sonar insultante. Está el empresario de la caridad, más pendiente del éxito de su campaña que de las necesidades de aquellos a los que dice ayudar. Y luego están los pobres, aquellos que ni siquiera pueden elegir si ser parte de esta farsa, relegados al papel de figurantes, necesarios para la “obra buena” que ensalza a quienes ya poseen lo que necesitan.
Lo que Berlanga presenta en Plácido es una crónica que no se apiada, que no maquilla ni disfraza. Nos invita a reír, sí, pero una risa que se va congelando, que se vuelve incómoda a medida que se hace evidente que la caridad que se nos muestra es solo una palabra vacía, un acto en el que lo importante es la apariencia y no el bien verdadero. Es una España que se nos presenta desde sus entrañas, donde la preocupación real por el otro queda enterrada bajo el peso de la obligación social y la imagen pública.
Esta amarga visión de la sociedad española de Berlanga invita a reflexionar sobre la naturaleza humana y su tendencia a tergiversar incluso los valores más nobles, convirtiéndolos en fórmulas superficiales. En este sentido, Berlanga se sirve de la sátira no solo para hacer una crítica social mordaz, sino para presentar el dilema moral de una sociedad que, en su esfuerzo por parecer virtuosa, se aleja de lo que la haría realmente bondadosa. La hipocresía de sus personajes es, en el fondo, un retrato del corazón humano que, sin transformación interna, acaba buscando más la aprobación pública que el bien del prójimo.
Y, sin embargo, uno no puede dejar de pensar en el contraste que esta visión establece frente a los valores del Evangelio, frente a la enseñanza sencilla y profunda de amar al prójimo no por vanagloria, sino por genuina compasión. Mientras en la película los pobres son un instrumento para la satisfacción de los más acomodados, el mensaje del Evangelio nos recuerda que la verdadera caridad no busca ser vista ni aplaudida, sino que brota de un corazón que reconoce en el otro la misma dignidad que en uno mismo. La caridad que Cristo enseña no necesita de campañas ni de eslóganes; es un acto íntimo, que busca la justicia y el bien del prójimo sin interés ni expectación.
En el Evangelio, Cristo nos llama a un amor que, lejos de exhibirse, se ejerce en silencio, sin buscar una recompensa en este mundo. Nos enseña que, para sentar a un pobre a la mesa, no hace falta una gran reunión ni un acto público; basta con abrir el corazón. La caridad que Él predicó y vivió es una caridad silenciosa, que no se preocupa de ser vista, sino de ser verdadera. Esta caridad, que busca la justicia y el bien de los demás sin interés propio, es la que puede transformar una sociedad de raíz y dar sentido al servicio al prójimo, sin caer en la vanidad de las apariencias.
Plácido es, pues, un recordatorio mordaz de cómo la humanidad puede tergiversar incluso los valores más puros para convertirlos en un escaparate de falsa piedad. Berlanga, con su implacable mirada, nos advierte de los peligros de una bondad que es solo fachada, de una caridad que no brota de la compasión sino del deseo de ser aplaudidos. Frente a esta farsa, el Evangelio se erige como un contraste que no necesita adornos ni testigos: un llamado al amor sincero, un acto de humildad que reconoce en el rostro del otro al mismo Cristo, sin necesidad de luces ni de escenarios. Nos recuerda, en última instancia, que somos parte de una humanidad caída que solo puede alcanzar la verdadera caridad en la medida en que reconoce la necesidad de una transformación interna, la misma que Cristo ofrece a quienes, como Plácido, buscan servir sin esperar aplauso ni recompensa.
En esta apertura del corazón, en este amor sin alardes, hallamos el reflejo de Dios mismo, un reflejo que transforma y da esperanza a quienes viven al margen de las apariencias y encuentran en el amor genuino la más sincera de las caridades.
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