La exposición de nuestra tendencia al victimismo es tema común en la literatura y el cine. En su última película, Ruben Östlund recrea escenarios tópicos de forma poco convencional.
A estas alturas, parecería obvio decir que las palabras importan. El uso, o la omisión, que hacemos de ellas para referirnos a circunstancias que tienen que ver, o no, con el significado que encierra un término en cuestión. Sin embargo, en el contexto de la dictadura de lo políticamente correcto, como han señalado otros antes, observamos que incluso el lenguaje queda subyugado a causas que van más allá de la propia comunicación.
Observo una idea relacionada en la última película de Ruben Östlund, El triángulo de la tristeza. Lo que para algunos críticos es una evocación a El Señor de las Moscas, de William Golding, caracterizada por una visceralidad contemporánea y sarcástica, a mi me ha resultado el retrato de un ficticio, pero realista a la vez, experimento de análisis de la sociedad del siglo XXI.
Pocas risas y momentos sobrecogedores, y no por las risas, sino por la bestialidad caótica que sobreviene a lo largo de la película, caracterizan este filme que comienza con los dilemas monetarios de una pareja de modelos e influencers para acabar en una isla desierta (de ahí la referencia al libro de Golding, aunque aquí no hay cabeza de jabalí estacadas en lanzas y envueltas en moscas). Un transición brillante en un opulento yate de lujo entre medio de ambas, completa los tres ‘actos’ de este cinta que contiene también elementos teatrales.
[photo_footer]Woody Harrelson da vida al capitán Thomas Smith en la película. / Fotograma de la película, Filmin.[/photo_footer]
El marco que prepara Örtlund en los dos primeros actos de la película me han situado necesariamente en una meditación acerca del concepto de ‘víctima’. ¿Quién es? ¿Qué circunstancias of actores le atribuyen dicha condición?
Desde el capitán borracho y marxista asqueado de promociones de ricachones, que interpreta el reconocido Woody Harrelson, hasta la entrañable pareja de ancianos que ostentan un “pequeño negocio familiar” dedicado a la elaboración de granadas de mano, Östlund sitúa al espectador ante un elenco de figuras que le desencajan fácilmente a uno.
Y es que cuesta sentir simpatía con cualquier personaje, en realidad. Además, para los que odiamos el humor ‘negro’, lo explícito que llega a ser Östlund, sobre todo con las escenas del yate y el final, hacen que uno repudie todavía más cualquier aspecto en el que la relación humana se desarrolla en la historia.
Nada más lejos de nosotros mismos. Quizá, que la mayoría de quienes veamos la película no seamos ricos, puede hacernos suavizar en cierta medida nuestra capacidad autocrítica. Pero no hace falta ser un “Señor de la guerra” (como le ocurría a Nicolas Cage), o un magnate ruso, o un influencer para comprobar que nos acecha la misma problemática. Y es el interrogante que parece lanzar Golding a lo largo de su novela sobre “simples chiquillos”: ¿qué harías tú si te quedases en una isla desierta con otro grupo de personas?
Nuestro afán en ser víctimas de algo, en el contexto en el que todo el mundo parece administrarse a gusto dicha condición, a veces nos lleva ser todavía peores. A olvidarnos que para lanzar la primera piedra, uno primera debe arrepentirse y ser transformado (Juan 8:7). Y todavía más, nos lleva a olvidar a Jesús, la verdadera víctima en la historia: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Co. 5:21).
[photo_footer]La película se divide en tres actos, teniendo lugar el segundo en un yate de lujo y el tercero en una isla desierta. / Fotograma de la película, Filmin.[/photo_footer]
El último acto, el de la isla, alude a la idea del abandono que sigue como consecuencia a la condición de víctima. Y en cierto sentido es así. Esto lo recogía Pablo en el primer capítulo a su primera carta a los tesalonicenses. “Esperar de los cielos a su Hijo” (v.10) es, necesariamente, esperar que, en su justicia e ira, Dios juzgará las graves circunstancias que aquí parecen quedar irresueltas.
No obstante, percibo la idea del abandono que acompaña a menudo a la falsa victimización como un espacio que justifica cualquier clase de decisiones en nombre de la supervivencia. Y Östlund vuelve a recrearse aquí de una forma que refleja las profundidades (tenebrosas) del corazón humano. Tras la queja de Caín, de vagar errante, surge el sanguinario Lamec (Génesis 4:23-24). También en nuestra confusión ante el abandono, encontramos el margen para actuar de formas que evocan lo ridículo y macabro que plasma Östlund. Olvidamos, de nuevo, que solo uno pudo decir con toda dignidad: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mateo 27:46). En su declaración y obra, quienes realmente estabas alejados de Dios, encontramos la puerta, el camino para regresar. Y no como víctimas, ni tampoco como abandonados, sino con la nueva identidad de ser hechos hijos del Santo.
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