Muchos siglos antes de que Cervantes diera vida a Leandra, uno de los autores bíblicos se había referido a dos mujeres de gran belleza.
Yendo Don Quijote enjaulado hacia su aldea por las intrigas del cura y el barbero, se les une a ellos el canónigo de Toledo, quien mantiene con Don Quijote un lúcido intercambio de opiniones. Por el camino hicieron un alto para comer. El canónigo envió a sus criados a la venta cercana a comprar alimentos. Estando comiendo apareció un cabrero dando voces a una cabra que se había apartado del rebaño. Cuando la encontró la agarró por los cuernos y, como si la cabra entendiera, le soltó una perorata de no pocas palabras. Al oírlo hablar, el canónigo le pidió que se sentara y comiera con ellos. El cabrero explicó que aunque era hombre rústico sabía como tratar con los hombres y con las bestias. Dióle la razón el canónigo, añadiendo: «Ya yo sé de experiencia que los montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos».
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Quedó alagado el cabrero y prometió al grupo contarles una verdad que acreditaría su buen saber.
En el capítulo 23 de esta primera parte Cervantes trata de otro cabrero que da la razón a Don Quijote sobre una mula muerta encontrada en Sierra Morena. El cabrero que ahora nos ocupa cuenta una historia más alegre, menos trágica, las relaciones sentimentales que vivieron Leandra, Eugenio y Anselmo. La abundancia de datos, la elegancia verbal que expresa en su relato demuestran que el cuidador de cabras era uno de esos hombres reconocidos por el canónigo como letrados o filósofos.
A ruegos del señor canónigo el cabrero dio principio a la historia prometida: «Tres leguas deste valle está una aldea que, aunque pequeña, es de las más ricas que hay en todos estos contornos; en la cual había un labrador muy honrado, y tanto, que aunque es anexo al ser rico el ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba. Mas lo que le hacia más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan estremada hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y la miraba se admiraba de ver las extremadas partes con que el cielo y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y siempre fue creciendo en belleza; y en la edad de diez y seis años fue hermosísima. La fama de su belleza se comenzó a extender por todas las circunvecinas aldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas no más, si se extendió a las apartadas ciudades, y aún se entró por las salas de los reyes, y por los oídos de todo género de gente, que como a cosa rara, o como a imagen de milagros, de todas partes a verla venían?». (El Quijote, capítulo 51, primera parte).
La riqueza del Padre y la belleza de la hija movieron a muchos hombres, locales y forasteros a pedirla en matrimonio. Entre ellos (es la sorpresa que nos guardaba Cervantes) estaba él mismo, el relator de la historia. Su nombre era Eugenio, natural de la misma aldea, conocido del padre de Leandra. Eugenio era un joven «limpio en sangre, en edad floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado».
Con esas mismas características se encontraba Anselmo, también de la misma aldea. El padre de Leandra llegó a la conclusión de que cualquiera de los pretendientes eran indicados para su hija. Como padre juicioso pidió a la hija que eligiera ella. No se sabe qué respondió la bella Leandra. Sólo que el padre entretuvo a los dos alegando la poca edad de la hija y otras consideraciones más generales.
En esto llegó a la aldea otro joven de veinticuatro años nacido en ella, llamado Vicente de la Rosa. Doce años tenía cuando acertó a pasar por allá un capitán con su compañía que lo llevó con él. Regresaba ahora con el doble de edad. No había pasado de soldado. Hijo de un pobre labrador. El soldado era un tanto presumido. Sólo tenía tres vestimentas de distintos colores, pero las intercambiaba de tal forma que daba la impresión de poseer un buen surtido ropero.
Sentábase debajo de un gran álamo que había en la plaza y allí deslumbraba a quienes se acercaban contando supuestas hazañas. Decía que no había tierra en el mundo que no hubiese visto, ni batalla donde no hubiese estado. Afirmaba haber matado más moros que tiene Marruecos y Túnez juntos, que había entrado en los más singulares desafíos con caballeros importantes, en los que había ganado siempre. Decía que debajo de ser soldado al mismo rey no debía nada. A sus muchas arrogancias añadía que tocaba la guitarra y componía versos.
Este Vicente de la Rosa se fijó en Leandra. Ella se asomaba a una ventana de la casa que daba a la plaza y le llegaban las exageradas hazañas que el soldado contaba.
El escritor francés Honorato de Balzac dice en su obra Eugenia Grandet que cuando los niños comienzan a ver, sonríen; cuando una muchacha comienza a entrever el sentimiento de la naturaleza amorosa también sonríe como lo hacía en su más tierna infancia.
Esto ocurrió a Leandra. Se enamoró del soldado hasta el punto de abandonar la casa paterna y escapar con él de la aldea. Sus parientes, afrentados, dieron parte a la justicia, la cual emprendió la búsqueda. «Al cabo de tres días hallaron a la antojadiza Leandra en la cueva de un monte, desnuda en camisa sin muchos dineros y preciosísimas joyas que de su casa había sacado».
El soldado Vicente de la Rosa le había robado joyas y dineros y la había abandonado, después de prometerle que la llevaría a tierras de Italia, a Nápoles. En lugar de eso la llevó el mismo día a un áspero monte y la dejó en la cueva donde fue hallada. La joven contó que el soldado le quitó el dinero y las joyas, pero no el honor. «Duro se hizo de creer la incontinencia del mozo; pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase».
Finalmente, Anselmo y Eugenio decidieron dejar la aldea e instalarse en aquel valle. Anselmo se dedicó al pastoreado de ovejas propias y él, Eugenio, al pastoreado de cabras, siempre suspirando por Leandra y recordándola a diario, sabiendo que el padre la había recluido en un monasterio.
En el capítulo 52 de esta primera parte de la fábula, Don Quijote se propone asaltar el monasterio y rescatar a Leandra.
Pero esta es otra historia.
Muchos siglos antes de que Cervantes diera vida a Leandra, uno de los autores bíblicos se había referido a dos mujeres de gran belleza. Ambas fueron esposas de Asuero y figuran en el libro de Ester, el 17 de los 39 que tiene el Antiguo Testamento, primera parte de la Biblia.
El rey Asuero, que reinó desde la India hasta Etiopía, en el tercer año de su reinado «hizo un gran banquete para todos sus príncipes y servidores, para los jefes del ejército de Persia y Media, los nobles y los gobernadores de las provincias».
Cuando el corazón del rey estaba alegre por el vino mandó llevar a su entonces esposa, la reina Vasti, a su presencia con la sola intención de «mostrar a los pueblos y a los príncipes su belleza, porque era hermosa».
La reina se negó a asistir porque vio en la orden del rey un atentado a su dignidad. Este, furioso, la repudió y contrajo nuevo matrimonio con la hebrea Ester, mujer «de hermosa figura y de buen parecer. Y el rey amó a Ester y puso la corona real en su cabeza». (Ester, capítulos 1 y 2).
Vasti y Ester, dos bellas mujeres que en hermosura se anticiparon a la bella Leandra del Quijote. Nada de extraño que Anselmo y Eugenio perdieran la cabeza ante aquella belleza de dieciséis años. Un proverbio georgiano dice que han muerto muchos hombres a causa de la belleza de las mujeres. Aunque los dos acabaron como pastores, uno de cabras y otro de ovejas, Anselmo y Eugenio superaron el trance.
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