Al valorar el mal, siempre nos ubicamos en la posición del juez que observa lo que está ocurriendo delante de él. Nuestro problema es que, por nosotros mismos, nuestros criterios son siempre defectuosos.
Jonathan Glazer se ha hecho con el premio a la Mejor Película Internacional en la última edición de los Óscar con La zona de interés, un filme que causa conmoción. Se trata de la historia de la familia Hoss en su casa pareada al campo de concentración y de exterminio de Auschwitz, del que Rudolf Hoss fue comandante entre 1940 y 1945.
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Con una interpretación notable del matrimonio Hoss por parte de Christian Friedel y de Sandra Hüller, que ya destacó en la misma edición de los Óscar con Anatomía de una caída, la película de Glazer (otra buena producción de A24, que últimamente nos ha obsequiado con perlas de la gran pantalla como Vidas Pasadas), acerca al espectador a un tema tan complejo como la banalización del mal y del dolor ajenos.
De películas sobre el nazismo y la Segunda Guerra Mundial se han hecho muchas, pero su propuesta rechaza la obsesión por la violencia o la caricaturización de los alemanes como simples bestias salvajes. Glazer trata de ahondar en las profundidades del alma y cómo es que alguien puede convivir con un horror de la magnitud de Auschwitz sin parase a preguntar qué es lo que está ocurriendo.
El problema que traslada a la pantalla Glazer tiene que ver con esa forma que tenemos de valorar el mal tan aleatoria como civilización, en general. En la época en la que se rechaza la idea de una verdad objetiva y universal y el relativismo adquiere un marcado énfasis en el ordenamiento de la vida, muchas que realmente no están bien, lo están. Y si prácticamente todo está bien, entonces prácticamente nada puede estar mal. Lo cual nos resta capacidad para evaluar y juzgar el mal.
Pero, además de ello, por lo general, asistimos al mal y al dolor ajenos como meros testigos que ya no saben cómo reaccionar, cómo protestar y qué hacer al respecto. La sociedad de lo relativo es también la sociedad del individualismo, y lo que prima es la autodefensa. De hecho, así se plantean muchos discursos políticos: armas para defenderse uno mismo, muros para defendernos de algo que está ahí fuera, fronteras para preservarnos, etc.
[photo_footer]Hoss fue uno de los líderes nazis condenados a muerte en Núremberg. / Fotograma de la película, Filmin.[/photo_footer]
Al valorar el mal, siempre nos ubicamos en la posición del juez que observa lo que está ocurriendo delante de él. Nuestro problema es que, por nosotros mismos, nuestros criterios son siempre defectuosos. Con respecto a ello, la Biblia nos habla de un ‘choque de justicias’: la nuestra, que proviene de motivaciones defectuosas y, por lo tanto, es defectuosa en su aplicación y fin; y la de Dios, que es la auténtica justicia, la que está por encima y la que ha de juzgar nuestras supuestas ‘(in)justicias’: “Torcer el derecho del hombre delante de la presencia del Altísimo […] el Señor no lo aprueba” (Lamentaciones 3:35-36)
Observar el mal ajeno sigue provocando en nosotros toda clase de reacciones en función de toda una serie de factores. Unas veces no desgarra. Otras, nos deja indiferentes. Claro que, a través de la historia de los Hoss, Glazer trata de poner de manifiesto esa banalización del mal ajeno, que aparecen en la película más preocupados por el estado de salud de su invernadero que por las miles y miles de vidas al otro lado del muro.
“La insensibilidad y la amnesia suelen ir juntos”, dice Susan Sontag meditando sobre el papel de la memoria en el reconocimiento del dolor ajeno, en su ensayo Ante el dolor de los demás. No obstante añade: “Pero la historia ofrece señales contradictorias acerca del valor defectuoso de la memoria en el curso mucho más largo de la historia colectiva […] Para la reconciliación es necesario que la memoria sea defectuosa y limitada”.
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Precisamente, el mal tiene un aspecto que a todos nos resulta cósmico. Abarca lo que difícilmente podemos comprender. ¿Cómo puede ser que seis millones de personas fueran ejecutada mientras otros miles, a escasos kilómetros de aquellos lugares, disfrutaban en sus casas con piscina, invernadero y columpios? El mal tiene algo que realmente nos desgarra, a pesar de que disfrutemos viendo imágenes de guerras en telenoticias y películas. Es el morbo de lo que en el fondo nos incomoda.
Glatzer plasma de forma magistral esta idea en su película con la imagen de Hoss fumando un pitillo bajo un cielo estrellado y ante el muro que separa su propiedad del campo de Auschwitz, mientras la columna de humo de otro tren que llega cargado de judíos se eleva por encima de la pared. O también con el carácter grotescamente infantil de la Sra. Hoss, que dice que quiere ver crecer a sus hijos en un lugar y una casa en los que se siente cómoda.
No se equivocaba Sontag. Si no hubiera algún momento en el que la memoria, no es que desaparezca ni mucho menos, sino que se adapta al presente y modula su intensidad, sería imposible reconciliar semejantes atrocidades. Y la verdad es que, en muchos casos, no lo hemos logrado. Porque para experimentar reconciliación debemos reconocer primero nuestra incapacidad de experimentar algo tan complejo con semejante plenitud, siendo nosotros esos testigos impasibles ante el mal y el dolor ajenos.
Menos mal que Dios no se ha quedado de brazos cruzados ante semejante escenario. Es más, Él mismo ha tomado la iniciativa para efectuar esa reconciliación encarnándose, asumiendo nuestra condena en la cruz y resucitando victorioso. Solo hay una forma de sobrevivir a la complejidad del mal en el que habitamos, que nos rodea y que somos, en definitiva. Y es experimentando el perdón que por gracia se nos ha ofrecido en Cristo para reconciliación con Dios.
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