Martínez Arias propone una idea científica revolucionaria: serían las células -y no el ADN- quienes determinan y construyen toda nuestra arquitectura corporal.
Recientemente la editorial londinense Basic Books ha publicado un libro titulado The Master Builder (La maestra constructora) del biólogo español Alfonso Martínez Arias, profesor en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. La traducción al español está prevista para este mismo año 2024 por Ediciones Paidós.
Dicha “maestra constructora” es la célula. Su autor afirma esta nueva idea científica revolucionaria. Cree que los genes no definen la singularidad del ser humano ni del resto de los seres vivos -como hasta ahora se había creído- sino que serían las células quienes, sobre todo en las primeras etapas del desarrollo embrionario, determinan y construyen toda nuestra arquitectura corporal. Ellas controlarían los momentos adecuados del desarrollo así como el espacio tridimensional en el que situar los distintos tejidos y órganos del cuerpo.
Desde luego esta nueva concepción biológica supone un golpe mortal a la antigua hipótesis del gen egoísta, propuesta por el polémico divulgador inglés Richard Dawkins. Según este biólogo, era la molécula de ADN la que utilizaba a las especies como meros recipientes para transmitirse de generación en generación y perpetuarse así indefinidamente. Por tanto, los seres vivos no seríamos más que el producto del egoísmo de nuestros genes. Sin embargo, casi medio siglo después, Martínez Arias viene a decir todo lo contrario. Nada de egoísmo genético sino entendimiento, colaboración y solidaridad celular. La vida no se fundamenta en la codicia individualista de los genes sino en la fraternidad y el compañerismo de las células.
De manera que la secuencia de ADN de un individuo no es un manual de instrucciones hermético donde estén escritas todas las singularidades del cuerpo sino, más bien, una especie de caja de herramientas y materiales que usarán convenientemente las distintas células corporales. Las auténticas arquitectas de la vida son las células, no los genes. Ellas deciden cosas como colocar el corazón a la izquierda del pecho, desarrollar cinco dedos en cada mano o “dónde exactamente debe terminar el pie de una persona o la trompa de un elefante”.[1]
¿Cómo llegó el científico Martínez Arias a tales conclusiones? Al parecer, se inspiró en las quimeras humanas. Hay algunas personas -por fortuna muy pocas- que en vez de uno poseen dos genomas o conjunto de cromosomas. Este fue el caso de Karen Keegan, una mujer de Boston que a los 52 años sufrió una grave disfunción renal. El médico le aconsejó un trasplante de riñón. Como tenía tres hijos, se les hicieron pruebas genéticas para averiguar cuál de los tres presentaba mayor compatibilidad con ella y entonces se descubrió que dos de ellos no podían ser sus hijos puesto que presentaban un ADN muy diferente al suyo.
El problema era que Karen tenía dos genomas diferentes, dependiendo de las células que se analizasen. ¿Cómo pudo ocurrir esto? En su concepción, dos óvulos fueron fecundados por dos espermatozoides y, en vez de desarrollarse para formar dos hermanas, se fusionaron en una sola persona: Karen Keegan. El doctor Martínez Arias cree que esta mujer quimérica es la demostración palpable de que el ADN no define la identidad de una persona sino que ésta es mucho más compleja y depende de la actividad celular.
Todavía hay muchas cuestiones por determinar ya que el desarrollo embrionario continúa siendo un misterio. ¿Cómo es posible que cada célula embrionaria sepa con tanta precisión lo que debe hacer? ¿Por qué unos genomas parecidos generan seres tan diferentes como moscas, ranas, caballos o personas? ¿A qué se debe que un mismo ADN produzca órganos tan distintos como el ojo o el corazón en un mismo individuo?
El investigador cree que una fase decisiva del desarrollo de los embriones es la llamada “gastrulación”, que tiene lugar unos 14 días después de la fecundación. Se refiere a ella como “una danza celular con una coreografía perfecta” ya que unas 400 células aproximadamente inician un baile misterioso que dura alrededor de seis días y finaliza con el primer boceto del individuo. Las constructoras de dicho boceto son las células, que se comunican entre sí mediante señales químicas. No parecen seguir ningún plano del genoma para hacer lo que hacen sino que se autoorganizan mediante algún mecanismo desconocido. Cada una de estas 400 células poseen en su núcleo el mismo ADN, sin embargo cada célula lee sólo lo que le conviene en el momento adecuado ya que se especializan en el trabajo que les corresponde. De ahí que una neurona del cerebro no se parezca en nada a un glóbulo blanco de la sangre, a pesar de tener ambas el mismo ADN y descender del mismo óvulo fecundado.
El hecho de colaborar o trabajar todas las células juntas, de saber interpretar bien las señales de las demás, así como las que les llegan del entorno y de acertar a elegir en cada momento qué genes hay que utilizar, sugiere poderosamente la idea de que no todo está escrito en el ADN y que los genes no son nuestra identidad exclusiva sino que ésta depende de las células.
¿Qué repercusiones tiene este nuevo descubrimiento? ¿Pierde acaso individualidad el embrión si es quimérico o el producto de la fusión de dos embriones distintos, como en caso de Karen Keegan y otros? Aunque el embrión final sea la fusión de dos embriones hermanos, sigue comportándose como un solo organismo y por tanto hay que considerarlo como tal. Su dignidad y valor humano no decrece por haberse transformado accidentalmente en una quimera. No son dos personas en una sino dos genomas diferentes fusionados en una única persona. Además, en la mayoría de los casos es imposible saberlo hasta que no se realiza un análisis genético adecuado. También desde el punto de vista espiritual debe considerarse como un alma única, estimada como todas las demás por el creador.
Otro aspecto es el que afecta a la perspectiva transformista. Si nuestra identidad depende más de las células que del ADN, se altera asimismo la idea de que la similitud entre los genomas de las especies biológicas constituiría una buena manera de determinar sus relaciones de parentesco evolutivo. Tal como se ha visto, un ADN parecido entre dos especies -por ejemplo, el humano y el de los chimpancés- no implicaría necesariamente que estuvieran relacionadas filogenéticamente ya que la acción posterior de las células de cada especie sería el aspecto determinante. Los hipotéticos árboles genealógicos basados en el ADN entre especies empezarían a tambalearse y sus hojas se caerían al suelo como en los vendavales de otoño. A esto habría que añadir además la acción epigenética del medio ambiente sobre los diversos genomas de los seres vivos, que, de la misma manera, activarían o paralizarían la expresión de los distintos genes.
En fin, este nuevo descubrimiento sobre la importante actividad celular en el desarrollo embrionario, además de plantear nuevos interrogantes, viene a confirmar una vez más ese misterioso diseño que envuelve todo el mundo natural, se mire donde se mire. Una cosa parece estar cada vez más clara: la compleja información del ADN y de las células de los seres vivos no puede provenir del azar ciego sino que requiere una causa inteligente que lo haya pensado todo con una finalidad concreta. La naturaleza inanimada es incapaz de crear tanta sabiduría y sofisticación biológica. Sólo un creador inmaterial como el Dios de la Biblia es capaz de hacerlo.
Notas
[1] Ansede, M., “La fusión de dos hermanas en un única mujer sugiere que la identidad del ser humano no está en su ADN”, EL PAÍS, Madrid, 08.05.2024.
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