La ocupación del tiempo en la lectura puede, si no transformarnos, sí hacernos viajeros consuetudinarios mediante la imaginación.
En ocasión del 6º aniversario de la Librería Papiro 52
En la adolescencia (empecé tarde) vendrían los poetas más a la mano: Nervo, Darío, Acuña, Bécquer y Cervantes. Sor Juana –sí, por deber escolar, pero sor Juana, inalcanzable–. Uno mitifica un poco a sus poetas preferidos: Cavafis, Rilke, san Juan de la Cruz, santa Teresa, Dickinson, Bishop, Alfonso Cortés, Olga Orozco, Nezahualcóyotl (el etcétera es largo). Quiero decir con esto que a lo mejor ni los he leído bien, que uno también, como lector, se mitifica. El caso es que les debo mucho.[1]
Ricardo Yáñez
No se sabe si la librería que nos acoge en su sexto aniversario surgió a propósito en una fecha cercana al Día Internacional del Libro (y del Derecho de Autor; no hay olvidar que el día mexicano es el 12 de noviembre, cumpleaños de Sor Juana Inés de la Cruz), pero quedó muy cerca de aquella en la que, en honor de Miguel de Cervantes y de William Shakespeare, se celebra la existencia de este dispositivo cultural que permite acceder a otros mundos sin moverse del asiento y así navegar en universos siempre contiguos, necesarios e instantáneos. También es importante recordar el origen de su nombre: el trozo de manuscrito más antiguo del Nuevo Testamento, el “fragmento de San Juan”, que se encuentra en la biblioteca Rylands, en Manchester, Inglaterra, y que contiene, en el anverso, los versículos de Juan 18.31-33, y en el reverso, 37 y 38. Este último inicia con la intrigante pregunta de Pilato a Jesús: Τί ἐστιν ἀλήθεια; (“¿Qué es la verdad?”).[2] Papiro 52 ha crecido y ahora tiene otras sucursales dentro y fuera de la capital.
No es un misterio para nadie en este país que a la práctica constante de la lectura se llega casi por la puerta de atrás. Es decir, que apegarse a los libros es un quehacer bastante marginal y hasta mal visto en algunos momentos de la vida. Quien lee en ocasiones es visto como alguien raro, solitario y hasta antisocial. Y algo hay de eso, pero lo cierto es que cuando se es capaz de anclarse y abstraerse en las lecturas como una forma persistente de vida, las gratificaciones que se obtienen rebasan con mucho lo que la mayoría piensa o intuye que es la lectura. Porque, primero que nada, ella es un ejercicio libre, personal y ampliamente recomendable para ocupar la mente y el pensamiento. Cuando se opta, también libremente por no leer, sucede lo que Daniel Pennac ha observado sobre los derechos de los lectores, incluso a no leer, a saltarse las páginas o a no terminar un libro, entre otros.[3]
Los grandes teóricos de la lectura (o ideólogos, como los llama Juan Domingo Argüelles, Wolfgang Iser, Paulo Freire, Roger Chartier), cuyas aportaciones siempre son atendibles, han señalado que sólo cuando es significativa, cuando llega a la realidad más directa de las personas, es cuando se arraiga la lectura en los hábitos y en las costumbres. La queja de que no se nace en espacios propicios para leer se sostiene únicamente ante el hecho de que, al llegar a un punto en que se conoce la existencia de bibliotecas o de lecturas compartidas, es posible subsanas esas carencias iniciales. La clásica pregunta sobre cuántos libros se leen en un año debería ir acompañada de otras más: ¿se dispone de tiempo y espacio para hacerlo?, ¿existe orientación disponible sobre autores/as, géneros literarios u obras interesantes? Gregorio Hernández Zamora ha cuestionado profundamente las campañas orientadas hacia la lectura por placer. Sus argumentos, basados en entrevistas dirigidas y contundentes análisis, son incuestionables:
¿Debemos, como país, preocuparnos por formar “lectores” o queremos formar gente que tenga una vida digna y oportunidades educativas? […]
Debemos entender primero por qué la gente lee lo que lee, con qué fines, bajo qué circunstancias, y sólo entonces ofrecer oportunidades para ampliar sus experiencias no sólo en la lectura, sino en el aprendizaje y en la vida.
Afirmar sin más que en México “no se lee”, por el hecho de que la gente no puede o no quiere leer lo que algunos quisieran, no es sino un acto de profundo clasismo y etnocentrismo. Esto no significa una defensa de la lectura de publicaciones comerciales, sino un llamado a entender —antes que juzgar y descalificar— las circunstancias de vida de los sectores empobrecidos, de los que se afirma que “no leen”, y para los cuales se diseñan “soluciones” que consisten en arrojarles libros y “fomentarles el hábito de la lectura” antes que brindarles condiciones dignas de vida y verdaderas oportunidades de educación.[4]
En otro artículo igual de incisivo, Hernández Zamora pregunta: “¿Quién define lo que es leer?”, y allí expone: “Hojas, folletos, volantes, tarjetas, pergaminos, fotocopias de libros, best-sellers, periódicos, revistas e historietas; no libros. Eso es lo que la gente que no lee sí lee, que elige leer, que necesita leer. Leer para curar; leer para encontrar las raíces culturales propias; leer para entender la realidad social y transformarla con acciones; leer para cuidar la salud y curar a los enfermos; leer para mirar el propio maltrato y aliviar el sufrimiento; leer, incluso, para evadirse de una realidad de pobreza aplastante. No leer por puro gusto, por el placer de leer. ¿Son entonces lectores o no?”.[5] Su librito Pobres, pero leídos: la familia (marginada) y la lectura en México (2005) es también magnífico.
El problema es mucho más complejo que sólo criticar la ausencia de lecturas o las preferencias de las personas, sobre todo ahora que se tiene acceso a multitud de textos gracias a las tecnologías de la información. Y es que, sexenio tras sexenio, se busca desarrollar o generar nuevas formas de “promoción de la lectura” y cada vez se constata el fracaso de esas políticas. Juan Domingo Argüelles comenta: “Todo aquel que, cuando trataron de iniciarlo, padeció la obligación de un libro, es hoy, casi con seguridad, un no lector. Los vicios, las adicciones se dan por imitación”.[6]
Quizá el nivel más extendido de la lectura sea el llamado “de divulgación”, la más socorrida, no necesariamente enemiga de la lectura especializada o por obligación, pues incluso en medio de ellas es posible encontrar puntos de contacto con el conocimiento y la revelación de aspectos inesperados. Otro fenómeno son las lecturas permanentes o las relecturas, esto es, de aquellas obras a las cuales se puede volver una y otra vez sin descanso. La Biblia como “libro de texto autorizado” lo demuestra, pero aun con ella es necesario sondear continuamente aquellas zonas que siguen sin explorarse y que tienen reservadas muchas sorpresas. Es el caso de libros como Job, Eclesiastés o Cantares, pues la conciencia sobre los géneros literarios bíblicos no es muy frecuente. Jorge Borges fue un ejemplo mayúsculo de relectura, pues su familiaridad con el llamado Predicador fue notoria y sumamente provocadora al grado de que se han escrito sesudos textos sobre esa influencia en su escritura y pensamiento.[7]
Y es que un libro es capaz de llevar a otro y a otro, y así hasta llegar a una cadena infinita, interminable en la que como soñaba Borges también, nos encontremos en la Biblioteca de Babel, en un laberinto en el que las letras y las palabras son indistinguibles de las cosas. Incluso cuando algún libro se resiste y se dice que no se puede con él, como sucede con algunas novelas, relatos (por su extensión) o volúmenes densos, es posible retomar la insistencia y batallar arduamente con esas primeras 50 o 60 páginas, auténticas “aduanas” que, si se logran atravesar, permitirán entrar al corazón de las obras, a su centro existencial y así dominar su tema o su enseñanza. Porque, como decía otra vez Borges en el prólogo a su biblioteca personal: “Ojalá seas el lector que este libro aguardaba”. Y es que no hay que desesperarse ni darse por vencidos, pues acaso en una edad próxima sea posible abordar las obras que nos esperan pacientemente para ser nuestras compañeras.
Quien les habla ha leído cuatro novelas hasta esta fecha del año: la de un amigo cercano sobre la violencia en México, de título bíblico (Acéldama, de Adán Medellín); El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, inquietante y perturbador relato sobre un adolescente de la nueva época; una policiaca de autor protestante cubano (La chica del lunar, de Manuel Quintero Pérez, exigente a más no poder por su lenguaje sin inhibiciones, algo difícil de lograr); y la póstuma de Gabriel García Márquez, un universo familiar, pero lleno de atajos y posibilidades con su prosa deslumbrante. Y ya están pendientes de lectura, en los días que vienen, Dostoievski (Los hermanos Karamazov), Quintero de nuevo (La caza del hombre, gentil envío) y Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas). Sin saber bien a bien qué más deparan el azar, el interés y la pasión, sin contar con las acechanzas teológicas y los volúmenes ligados a las demás aficiones: no tarda en llegar Vals para lobos y pastor que complementa El crimen del pastor John Stephens y otros materiales históricos y poéticos que se han acumulado. Dar fe de las lecturas (y sus acompañantes escriturales) es un ejercicio sano de memoria y aprovechamiento.
Los aniversarios, cómo no, los escritores/as premiados, las cercanías y lejanías, historias morbosas, biografías inconfesables, reconstrucciones de hechos, alturas y profundidades espirituales, testimonios inauditos: todos ellos, y más, son excelentes consejeros para provocar que el vicio se alimente. Búsquese un rincón personal de interés verdadero, no importa cuál (desde la cocina hasta las matemáticas, la nota roja o las vidas de santos/as…), y adhiérase obsesivamente a esas páginas, que quizá lea varias veces, para encontrarse consigo mismo/a y así acceder a las profundidades de la vida y de lo que está más allá y acá.
Las historias de la lectura (A. Manguel, Cavallo/Chartier, Irene Vallejo) dan cuenta de cómo la ocupación del tiempo en la lectura puede, si no transformarnos, sí hacernos viajeros consuetudinarios mediante la imaginación. Por disciplina o por encargo, por aburrimiento o depresión, la compañía de las letras vivas puede ser un paliativo, una compañía silenciosa o una excelente presencia que saque de las cuatro paredes a quien lo requiera, sin olvidar que la palabra escrita es el desdoblamiento de lo humano para dejar constancia de su paso por el mundo.
Notas
[1] R. Yáñez, “Potro sobre el que cabalgo”, en La Jornada, 24 de abril de 2024, www.jornada.com.mx/2024/04/24/opinion/a04o1cul. Énfasis agregado.
[2] Raymond Brown, El evangelio según Juan I-XII. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1999, p. 104.
[3] D. Pennac, Como una novela. Barcelona, Anagrama, 1993.
[4] G. Hernández Zamora, “Las mentiras sobre la lectura”, en Masiosare, supl. de La Jornada, núm. 280, 4 de mayo de 2003, www.jornada.com.mx/2003/05/04/mas-gregorio.html. Énfasis agregado.
[5] G. Hernández Zamora, “¿Quién define lo que es leer?”, en Masiosare, supl. de Lq Jornada, núm. 245, 1 de septiembre de 2002, www.jornada.com.mx/2002/09/01/mas-gregorio.html.
[6] J. Domingo Argüelles, Leer es un camino. Los libros y la lectura: del discurso autoritario a la mitología bienintencionada. México, Paidós, 2004, p. 66.
[7] Cf. Gonzalo Salvador Vélez, “Borges, lector de Qohélet. Sobre la presencia del Eclesiastés en J. L. Borges a partir del análisis de su obra poética”, julio de 2004, en www.borges.pitt.edu/bsol/documents/salvador.pdf.
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