El Salterio, en su conjunto, respira alabanza. Esta se hace más patente a partir del Sal. 92 y predomina a medida que se aproxima al final. Los seis últimos salmos se resumen en una sola palabra: «¡Aleluya!».
Un fragmento de “Serie La Biblia y Su Mensaje: Salmos”, de José María Martínez (Unión Bíblica, 1990). Puede saber mas sobre el libro aquí.
El libro de los Salmos ha sido a lo largo de los siglos fuente de inspiración tanto para los creyentes israelitas como para los cristianos. Está formado por una colección de composiciones poéticas incorporadas en su día al culto en el templo de Jerusalén, donde eran cantados por coros de levitas o - en algunos casos- antifonalmente, con participación de toda la congregación. Su uso, sin embargo, trascendió el ámbito del culto oficial para nutrir la piedad individual de los fieles en los más variados lugares y circunstancias.
El título con que el libro aparece en nuestras versiones proviene del griego psalmoi, que encabeza la colección en la Septuaginta. Con este término se traducía el hebreo mizmor (canto acompañado de instrumentos de cuerda). Pero la denominación con que aparece en la Biblia hebrea es sefer tehillim (libro de alabanzas). Es verdad que no todos los salmos tienen carácter laudatorio. Algunos son más bien expresiones de dolor, de queja, de temor, salidas de espíritus que claman a Dios en demanda del oportuno socorro. De hecho, a más de un salmo no se le da el título de tehiüah, sino el de tefiüah' (oración).
Sin embargo, el Salterio, en su conjunto, respira alabanza. Esta se hace más patente a partir del Sal. 92 y predomina a medida que se aproxima al final. Los seis últimos salmos se resumen en una sola palabra: «¡Aleluya!», «Alabad al Señor».
El Salterio está dividido en cinco partes (1-41; 42-72; 73-89; 90-106; 107-150), cada una de las cuales concluye con una expresión de alabanza. No parece que esta división se efectuara de acuerdo con temas predominantes; pero sí se observa la preponderancia de algún tema especial en cada una de las secciones. En la primera adquiere especial relieve el conflicto entre el justo y sus enemigos. En la segunda, los conflictos interiores del alma. En la tercera se reflexiona sobre experiencias del pasado bajo una perspectiva de esperanza. En la cuarta se ensalzan especialmente los atributos y las obras de Dios. La quinta parte, más heterogénea, presenta una gran variedad de motivos que finalmente inducen a la más encendida adoración.
Si hubiéramos de hacer una clasificación de los salmos, tropezaríamos con grandes dificultades. No obstante, muchos presentan puntos de semejanza, tanto en su contenido como en su forma, y ello ha servido de base para agruparlos en seis tipos o géneros: 1) Himnos. Su tema central es la gloria de Dios y la grandiosidad de sus obras, tanto en la creación como en la historia de su pueblo. Hallamos ejemplos en los Sal. 93, 97 y 99. 2) Cantos de entronización de Yahvéh. Anuncian el reinado de Dios (Sal. 29, 33, 65, 67, 93-99). 3) Lamentaciones comunitarias. Una calamidad nacional mueve al pueblo a pedir el auxilio divino (Sal. 44, 74, 79, 80, 83 y porciones de algunos más). 4) Lamentaciones individuales. Tienen su origen en situaciones de desgracia, de angustia o de gran peligro que son presentadas a Dios en demanda de liberación (3, 5, 6, 7, 13, 17, 22 y muchos más). 5) Salmos reales. Se refieren a la persona y a las funciones del monarca israelita como representante del Rey supremo, Yahvéh. Algunos de ellos tienen un carácter netamente mesiánico (Sal. 2, 18, 20, 21, 45, 72, 101, 132, 144). 6) Cantos individuales de acción de gracias. Se usan para alabar a Dios por su intervención liberadora en la vida del orante (Sal.18, 30, 32, 34, 40:2-12, 41, 66, 92, 107, 116, 118, 138).
Aunque menos numerosos deben mencionarse también los salmos penitenciales (Sal. 6, 32, 3 8 , 5 1 , 1 0 2 , 1 3 0 , 143) y los sapienciales, cuyo contenido refleja la «sabiduría» en su aplicación a la vida práctica, tal como se expresa en los libros sapienciales del Antiguo Testamento (Sal. 1, 37, 73, 127). A través de esta gran diversidad, el Salterio es un manantial inagotable de bendición espiritual. No hay situación humana, individual o comunitaria, de gozo o de tribulación, de paz o de conflicto, que no pueda ser iluminada con los destellos radiantes de alguno o de muchos de los salmos.
En cuanto a los autores, es obvia la pluralidad de los mismos; pero no es fácil precisar la paternidad literaria de cada salmo. Muchas de las composiciones van precedidas de un encabezamiento en el que aparece un nombre que, según opinión tradicional, se refiere al autor. No todos los comentaristas están de acuerdo con tal opinión; pero tampoco hay razones decisivas para rechazar la posibilidad de que David compusiera buen número de los salmos que se le atribuyen. Recuérdese su elevada capacidad poética (2 S. 23:1).
La riqueza teológica y espiritual de los salmos se hace evidente aun a ojos del lector más superficial. De modo impresionante se canta la magnificencia y la soberanía de Dios, al igual que su misericordia y su fidelidad. No menos impresionantes son las descripciones relativas al hombre, tanto en su grandeza como en su pecaminosidad, finitud y miseria. Su vida sólo tiene sentido y alcanza su plenitud en comunión con Dios, Creador y Salvador. Y, en consonancia con el resto del Antiguo Testamento, los salmos contienen un valioso testimonio mesiánico. Los llamados salmos reales ensalzan la figura de un rey que nunca existió en Israel. Su figura sólo coincide con la persona excelsa de Jesucristo, quien también es prefigurado por la víctima inocente que sufre (Sal. 22), y por el sacerdote (Sal. 110:4).
Por su contenido doctrinal, por su riqueza poética y, sobre todo, por lo profundamente humano de las experiencias que reflejan, los salmos son no sólo auxilio para el sostenimiento de la fe, sino alas para la alabanza y la oración. Privilegio del creyente y de la Iglesia es usarlas diligentemente.
Este primer salmo sirve de introducción al salterio. Contrariamente a lo que tal vez pudiera esperarse, no es un himno a la magnificencia de Dios, ni un cántico de acción de gracias o una expresión de fe triunfante. Es un salmo en perfecta consonancia con los libros sapienciales del Antiguo Testamento (Job, Proverbios y Eclesiastés), cuyo resumen hallamos en Pr. 1:7: «El principio de la sabiduría es el temor de Jehová.» Las variadas experiencias y los testimonios que hallamos en los salmos sólo tienen sentido y autenticidad cuando se vive en comunión con Dios y en obediencia a su Palabra. De otro modo no pasarían de ser simple poesía.
La estructura del salmo es simple, pero clara. Su propósito es mostrar el camino de la verdadera felicidad. Ese camino consiste en vivir conforme a los principios éticos de la revelación divina y presenta un marcado contraste con el camino de quienes viven de espaldas a Dios.
El camino del justo (1-3). El salmista lo describe primeramente de forma negativa: «No anduvo en consejo de malvados, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado.» Mediante tres frases paralelas se destaca la imposibilidad moral de que el creyente adopte los criterios éticos (el «consejo») de los impíos, imite su ejemplo y se asocie con ellos en prácticas condenadas por las normas divinas.
Pero la vida piadosa no está compuesta sólo de elementos negativos. Por eso el salmista señala un aspecto eminentemente positivo que caracteriza al justo: «En la ley de Yahvéh está su delicia y en ella medita de día y de noche» (v. 2). De ella se nutre, por lo que, a semejanza del árbol plantado junto a corrientes de agua, se distingue por la vitalidad, la belleza y la productividad (v. 3).
El camino de los «malos» (4, 5). El símil de la paja o «tamo» ilustra el escaso peso moral de esta clase de personas y la futilidad de sus vidas, regidas por el egoísmo y sin el menor provecho para sus semejantes. Al final de este camino, el juicio divino pondrá de manifiesto el fracaso de tal género de vida (v. 5), por más que antes hayan gozado de prosperidad temporal.
La conclusión es una doble frase contundente (6). Dios «conoce» el camino de los justos, lo que equivale a decir que lo aprueba, lo protege y lo bendice, mientras que la senda contraria a la voluntad de Dios acaba en el desastre, en la perdición.
En su origen, éste, al igual que otros de los salmos reales, probablemente fue cantado con motivo de la coronación del rey en Jerusalén. En esta solemne ocasión, el monarca era reconocido como «hijo» de Dios en un sentido especial y se ensalzaba su gloria. Sin embargo, el contenido de esta composición rebasa todo lo imaginable en un rey israelita. Ninguno de ellos pudo esperar jamás que le fueran sometidas todas las naciones de la tierra (v. 8). Aun en los periodos más brillantes de la historia de Israel fueron pocos y pequeños los pueblos dominados por la monarquía hebrea. El texto sólo adquiere verdadero sentido cuando lo interpretamos en su proyección mesiánica (Mt. 3:17; Hch. 13:33; He. 1:5). Con esta perspectiva, su mensaje es altamente inspirador.
La rebelión de los pueblos (1-3). No se trata de una actitud individual, sino colectiva. Refleja la disposición moral y espiritual de una humanidad caída en relación con Dios. Es la sociedad en su conjunto la que repudia a Dios y a su Cristo (Hch. 4:25-27). Y lo hace deliberadamente. Es interesante observar que el verbo «pensar» en Ib es en el original hebreo el mismo que en 1:2b se traduce por «meditar». La oposición a Dios no es un acto de inconsciencia, sino de soberbia autoafirmación del hombre, quien erróneamente ve en la autoridad divina una forma de reprobable esclavitud.
La reacción de Dios (4-9). El salmista hace resaltar lo pueril de cualquier intento de rebelión humana contra la soberanía divina. Ése es el significado de la «risa» y la «burla» de Dios, de las que debe excluirse todo sentimiento despectivo al estilo humano. La idea central es que el carácter regio de Dios se mantendrá siempre y que todo rechazamiento de su supremacía dará lugar al veredicto de culpabilidad dictado por su Palabra (5) y a la reafirmación de su reino, del que es suprema expresión el «Hijo» (7), heredero de un dominio universal (8, 9).
La amonestación a los rebeldes (10-12). La verdadera sabiduría no conduce a la oposición, sino a la sumisión reverente a la autoridad divina. La expresión «besad al Hijo» no parece una traducción afortunada, pues la frase en el original más bien significa «besad sinceramente»; pero el contexto permite aplicar esta honra al Hijo. El Nuevo Testamento nos enseña que de la relación con él depende nuestra posición ante Dios y nuestro destino (Jn. 5:23; 3:18, 36). ¡Cuán cierta la conclusión al final del v. 12!
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