Ochoa era mujer católica que, al igual que Gabriela Mistral, tenía la Biblia como libro de cabecera.
Cuando Amado Nervo publicó en 1910 el libro Juana de Asbaje, verdadero nombre de Sor Juana Inés de la Cruz, dijo que México es tierra de poetas. En el país azteca se han dado, desde sus orígenes hasta el día de hoy, tendencias y movimientos poéticos que han dominado el panorama literario de este gran país. Nervo, como otros autores, trazan la historia de la poesía mexicana a partir de la independencia. Menéndez Pelayo va más lejos. Se remonta a la época colonial y afirma que el primer poeta nacido en estas tierras fue Francisco Cervantes de Salazar, quien en 1560 publicó un pequeño libro que tituló Túmulo imperial de la gran ciudad de México.
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La poesía mexicana se desarrollaría a lo largo de los siglos en tres épocas significativas: la de la independencia, la romántica y la moderna.
Nombrar aquí a los poetas, hombres y mujeres, que desde aquél Francisco Cervantes a éste Octavio Paz, premio Nobel de Literatura 1990, han cubierto de gloria la bandera mexicana, sería tarea monumental. Habría que escribir una nueva enciclopedia.
Enriqueta Ochoa. Salió del vientre de la madre el 2 de mayo de 1928. La hundieron en el vientre de la tierra el lunes 1 de diciembre del 2008 en la ciudad de México. La muerte la persiguió hasta cumplidos 80 años y cargó con ella hacia la ciudad de la niebla valiéndose de una trombosis intestinal.
He titulado este artículo Enriqueta Ochoa, poetisa de extremo a extremo, inspirado en palabras de la propia autora:
“Yo soy como las manecillas de un reloj, voy de extremo a extremo. Lo mismo he escrito versos eróticos que a Dios” dice en entrevista con Enrique Morales. El suyo fue un viaje entre el amor humano y el amor divino.
La infancia y adolescencia de Enriqueta Ochoa transcurrió en tierras de Coahuila. De aquellos años escribe con gracia ingenua e infantil en el poema Regazo familiar, donde dice: “Éramos seis hermanos, como uno solo, bajo la mirada paterna”.
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Estos seis hermanos estaban muy unidos. Eran dichosos. En el juego de los niños se esconde con frecuencia un sentimiento profundo. La poetisa recuerda aquellos días felices: “Yo tenía siete años. Caminábamos de un lado a otro. Luego, en desbandada, jadeando encendidos, corríamos, saltábamos de una orilla a otra del arroyo, buscábamos afanosamente el prodigio en la forma de piedra, mirábamos el circular de las hormigas, chapoteábamos en el agua, o bien huíamos por las rendijas de la fantasía”.
El filósofo griego Aristóteles decía en el siglo IV antes de Cristo que un padre ha de dar tres beneficios al hijo: la causa de su ser, engendrándolo; la causa de su nutrición, educándolo, y la causa de su saber, enseñándolo. Enriqueta Ochoa recuerda que el padre, habiendo dado a sus hijos el beneficio del ser, también les daba el de la educación y el de la enseñanza. Solía hacerlo imponiendo disciplina al propio tiempo: “Un día formó en fila a los hijos y les entregó una pelota a cada uno. Dijo: ‘Lancen la pelota contra la pared hasta que se quede ahí pegada’. ¡Qué correr, qué lanzarla una y otra vez sin lograr pegarla! Finalmente el padre dijo:
–No se queda pegada ¿verdad? Bueno, así son todos los actos en la vida, lo que hagan a los demás, bueno o malo, se les regresará como la pelota; cuiden mucho todo lo que piensan y lo que hacen para que tengan siempre una buena respuesta.
Éste fue el principio de las clases que más tarde nos diera sobre otros asuntos de la vida".
Tratar de la religión en la obra de Enriqueta Ochoa supone citar casi las 423 páginas del tomo Poesía reunida, que yo he leído con deleite y que algún día me gustaría comentar íntegro. Esther Hernández percibió mucho antes que yo el sentimiento religioso de la poetisa de Torreón, y lo comenta en el prólogo del tomo tantas veces citado. Dice que “la universalidad que alcanza la poesía de Ochoa está dada por el simbolismo religioso que subyace en sus imágenes, en el más antiguo sentido de religiosidad”.
Ochoa era mujer católica que, al igual que Gabriela Mistral, tenía la Biblia como libro de cabecera. La cita continuamente y le dedica amplio espacio en toda su poesía.
El largo poema de 17 páginas, encabezado con el título Creación, asesta un golpe de muerte a los teóricos de la evolución y afirma las primeras páginas del Génesis que hablan de la creación del Universo y la creación del hombre como obra de Dios.
Primero fue la luz,
blancura incandescente,
ahora,
después de millones de siglos,
hacia la luz perfecta caminamos,
sin saberlo.
Sobre el vértigo del caos
flotaba el sueño de Dios;
de sus ojos fluían hebras de vida inagotable.
En Las urgencias de Dios, primer libro de la autora escrito cuando tenía 19 años, lamenta la carencia de enseñanza religiosa en el seno familiar. En primera página del libro escribe: “Si cuando niña se me hubiera dicho: ante Dios afloja la rodilla y baja el rostro, yo hubiera obedecido”.
Encontró a Dios por sí misma, enfrentándose a solas con el misterio. Como lo escribió otro gran poeta, Rabindranath Tagore, el nombre de Dios está siempre resonando por el mundo, y sólo no lo oye el que es voluntariamente ciego.
Ochoa oyó su nombre, le hizo nido en el corazón. En Canción de Moisés confiesa: “Yo he conocido a Dios, señores, estuve sumergida en su piel, traspasada por Él, esquiva a todo lo que no fuera su turbulenta llamarada, uncido el yugo espiritual a la cerviz del alma”.
En esas mismas páginas insiste:
“Porque yo estuve loca por Dios,
anduve trastornada por él,
arrojando el anzuelo de
mi lengua
para alcanzar su oído.
Donde Ochoa afirma la realidad de Dios y su interiorización del Ser divino con más amplitud es en el poema El crepúsculo doraba las Kasbahs, dedicado a Esther Hernández en el libro Los días delirantes; y en otro del mismo capítulo, donde dice:
¡Qué me traigan palabras, para hablarte, Señor!
Tú eres lo inabarcable, lo innombrado.
Tú eres la esencia en la que se mueve el universo.
Los prudentes y los precipitados pensamientos.
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