El mérito de los últimos

Reinaldo salió convencido del sermón del domingo: los últimos serán los primeros.

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Era lo que necesitaba oír, cómo enfocar su vida, qué sentido darle: debía ser el último en todo. Y enseguida lo puso en práctica, al parecer era el método perfecto para poder ser el primero.

Comenzó a llegar el último en todas las citas, se colocaba el último en todas las colas, ocupaba los últimos asientos de todos los aforos, perdía todas las carreras deportivas, esperaba que todos acabasen de comer para finalizar él, sacaba la peor puntuación en los estudios, ejerció la profesión peor remunerada, cedía el paso, iba el último al baño, etc.

Convino en que era más meritorio ser el último que el primero, tal como defienden los evangelios, algo debió ver el Señor de virtuoso en los últimos que no vio en los primeros. De ese modo consiguió ser el primero de todos los últimos. Se le conocía como el gran perdedor. Nadie le ganó. Pero todo ese artesonado se le vino abajo cuando escuchó el sermón de otro predicador desde el último banco de la última de las iglesias.

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“Tanto primeros como últimos darán gloria a Dios, unos porque sabrán que la Gracia no se otorga por méritos propios y otros porque sabrán que no se pierde por deméritos”. Esto le descolocó, ni primeros ni últimos poseen mérito alguno ante el Señor.

A partir de entonces se limitó a vivir y a dejarse de sermones.