El Adán machista

Echó, pues Yahvé, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida.

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Fue nada más salir despedidos del paraíso que Adán miró a Eva con rencor.

—¿Cómo se te ha ocurrido tomar de aquel fruto prohibido y ofrecérmelo a mí?

—Pues tú bien que lo tomaste.

La bronca fue mayúscula casi llegando a las manos. Eva no sabía dónde meterse.

Pero no solo hubo esas consecuencias de la caída, también Eva tuvo dolores en sus preñeces y asumió en primera persona la enemistad, que ya sería ancestral en la mujer, contra aquel ser enemigo de Dios y del hombre.

Adán volvía por las tardes cansado de ganarse el pan con el sudor de su frente y llegando a casa volvía a cargar contra Eva. Estuvo en un tris de someterla a él para su agrado.

Podían pelearse a grito pelado porque no había vecinos que denunciasen aquellos abusos machistas.

Hasta que llegó la calma.

Una noche Adán decidió escuchar.

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—Vale, yo fui engañada, yo di comienzo a nuestra desgracia, pero has de saber que aquella serpiente me habló con una persuasión a la que no estamos habituados. Su capacidad sobrepasa la nuestra con creces. Piensa que, aunque con apariencia de serpiente, es un querubín que con su potencia de agente protector me dejó vendida.

—No puedo disculparte porque es justo nuestro castigo, pero me asocio contigo en el error. Estamos en lo mismo. Además, hemos de hacer piña y pensar con tristeza que este problema que vivimos ahora seguirá enquistado en nuestros descendientes.

—Me temo lo peor. ¿Qué dirías a nuestras hijas?

—Con dolor les diría que eduquen a sus hijos varones en el respeto a la mujer, y sobre todo que lo hagan desde que son niños. Y esto para todas las generaciones. Que no se dejen avasallar porque no hay razón para ello. El estado ideal para ellos será que cada cual neutralice en sí mismo su potencial maldición contra el otro. Esta será la solución.