La imposibilidad de fotografiar el rostro de Dios, el no poder verlo como vemos al ser de carne y hueso que tenemos junto a nosotros, no son razones para deducir su inexistencia.
Sobre el célebre autor de Cien años de soledad escribí meses atrás en Protestante Digital. Lo incluyo en esta serie de grandes escritores latinoamericanos porque su figura resulta imprescindible.
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García Márquez nació el 6 de marzo 1928 en Aracataca, pequeño pueblo colombiano al pie de la sierra de Santa Marta, y desnació en la capital de México el 17 de abril 2014.
Criado por sus abuelos, cursó estudios primarios y bachillerato en Barranquilla. En la Universidad Nacional de Bogotá se licenció en Derecho, pero no llegó a ejercer la abogacía. En 1955 viaja a París y permanece tres años en Europa. El 1958 es para él un año clave: Contrae matrimonio con Mercedes Barcha y escribe la novela El coronel no tiene quien le escriba. Entre 1959 y 1967 desarrolla una labor como periodista en Colombia, Cuba, Nueva York y México. En 1967 García Márquez viaja a España, se instala en Barcelona y aquí permanece durante ocho años. En diciembre de 1982 recibe en Estocolmo el Premio Nobel de Literatura.
De las buenas novelas que escribió García Márquez, y las he leído todas, me quedo con El amor en tiempos del cólera, de 1985, y, naturalmente, con Cien años de soledad, el libro que le aupó a la fama, cuya primera edición apareció en las librerías en el verano de 1967.
La novela ha sido y continúa siendo estudiada desde diferentes ángulos. Germán Darío Carrillo, en su libro La narrativa de García Márquez, dice: “Un análisis detenido de Cien años de soledad revela que García Márquez ha rastreado este paralelismo teniendo como fundamento el recuento bíblico”.
Ricardo Gullón, quien fuera profesor y gran crítico literario, señalaba en Revista de Occidente cinco grandes etapas bíblicas en Cien años de soledad: Moisés. Así como Moisés huye tras haber dado muerte a un egipcio, Úrsula dice a su marido, que había matado a Prudencio Aguilar: “Está bien, nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos”.
La creación. Dice García Márquez al iniciar la novela: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
Las plagas. El segundo libro de la Biblia relata las diez plagas que Dios envió sobre Egipto. Gullón sostiene que el paralelo entre las plagas de Egipto y las plagas que caen sobre Macondo en la novela de García Márquez salta a la vista.
El diluvio. En Cien años de soledad se desata un diluvio sobre Macondo que dura “cuatro años, once meses y dos días”.
El apocalipsis. Las últimas líneas de la novela dicen que Macondo, convertido en un lugar de destrucción, “era ya un remolino de polvo y escombros centrifugados por la cólera del huracán bíblico”.
Coincidiendo con la misteriosa llegada de Rebeca, los habitantes de Macondo son afectados por una extraña enfermedad que les hace perder la memoria. A fin de recordar lo que les parecía más importante, aconsejados por José Arcadio Buendía, colocan un gran letrero que decía: “Macondo, Dios existe”.
En enero de 1985 fui invitado como periodista, con todos los gastos pagados, incluido el viaje, a la primera toma de posesión de Daniel Ortega como presidente de Nicaragua. Allí conocí a García Márquez. Una tarde salimos juntos a tomar café y aproveché para hacerle una corta entrevista. Entre otras cosas le recordé el letrero “Macondo, Dios existe”, y le pregunté si en ese recordar a Dios estaba la clave de su famosa novela. Me respondió: “Puede que ahí esté la clave de mi libro”. Nada más. Cerró la conversación sobre el tema Dios. ¿Lo dijo como respuesta a mi pregunta o porque lo creía efectivamente así?
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Arcadio Buendía deseaba fotografiar a Dios: “Mediante un complicado proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la casa estaba seguro de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner término de una vez por todas a la suposición de su existencia”. Ante su lógico fracaso, José Arcadio Buendía “renunció a la persecución de la imagen de Dios, convencido de su inexistencia, y destripó la pianola para descifrar su magia secreta”.
La imposibilidad de fotografiar el rostro de Dios, el no poder verlo como vemos al ser de carne y hueso que tenemos junto a nosotros, no son razones para deducir su inexistencia. Las cosas invisibles de Él, como afirma San Pablo, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo. (Romanos 1:19-20).
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