En la antigüedad, había dos clases de perros: los vagabundos y los que vivían con las personas.
El Señor Jesús, al comparar a una mujer cananea -que le pedía sanidad para su hija- con los “perrillos” domésticos (Mt. 15:21-28), ha sido frecuentemente malinterpretado a lo largo de la historia.
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La famosa frase que recoge Mateo (“no está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos”) permite deducir que los perros eran los paganos, mientras que los hijos representaban al pueblo de Israel.
En base a esto, algunos exégetas antiguos -como Jerónimo en el siglo V d. C.- dijeron cosas tan hirientes y desafortunadas como que “antes, los judíos eran hijos y los paganos perros; ahora es al revés” (1).
No cabe duda de que tal comentario era el reflejo de una animadversión contra los hebreos. Otros intérpretes de la Escritura, sin embargo, llegaron incluso a negar que tales palabras hubieran salido de la boca del Maestro. ¡Cómo iba el Hijo de Dios a llamar “perra” a una pobre mujer que le pedía humildemente ayuda!
Y, si realmente Jesús pronunció esta frase, ¿cuál podría ser su correcta interpretación?
El texto mateano indica que, después de soportar los ataques continuos de los fariseos y letrados judíos, Jesucristo necesitaba un descanso y por eso se retiró a la región de Tiro y Sidón.
En estas tierras vivían paganos que eran muy mal vistos por los judíos. Se trataba de los cananeos, a quienes los griegos llamaban “fenicios”.
Esta última denominación derivaba de un adjetivo que significa “rojo”, debido a que en tales regiones se producía la famosa púrpura roja (kinachchu en semita).
Curiosamente, la fama del Maestro había traspasado las tierras hebreas y llegado también a estos lugares. De manera que una mujer gentil clamaba a gran voz: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio”.
Jesús sabía bien que el ser humano sólo es capaz de gritar así cuando alguna importante desgracia le corroe por dentro. Incluso los creyentes oramos más ante la necesidad extrema.
Sin embargo, el rabino galileo parece hacerse el sordo y no le responde. Esto fastidia a los discípulos que procuran disuadir a la mujer. Es posible que les preocupara más el escándalo de sus gritos detrás de ellos que la verdadera tragedia que atravesaba aquella desdichada madre.
De hecho, el término griego apólyson traducido por “despídela”, en realidad quiere decir “échala” pues nos molesta con sus gritos.
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En vez de interceder por la cananea, los discípulos –que todavía poseían una rígida mentalidad judía contra los gentiles- quieren que su Maestro se deshaga de tal mujer.
Finalmente el Maestro responde mediante una lacónica frase: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Es posible que Jesús quisiera probar la fe de la mujer.
Puede que también deseara dar una lección de universalidad y misericordia a sus propios discípulos. Desde luego, ningún judío podría decir que le rechazaba porque predicó primero a los gentiles.
Las ovejas perdidas no eran sólo los dirigentes religiosos de Israel sino todo el pueblo. El mensaje de Jesús iba dirigido en principio a toda la comunidad hebrea (Mt. 8:7), pero a partir del encuentro con la mujer filistea se produce un cambio radical.
El evangelio es para todo el mundo. El plan divino es evangelizar también a los paganos. Esto se concretará en el mandamiento final del último capítulo de Mateo (Mt. 28:19).
No obstante, aquí Jesús continúa dándole evasivas -aparentemente ofensivas- a la mujer. La compara con los perrillos, resaltando así la animadversión entre judíos y gentiles.
En la antigüedad, había dos clases de perros: los vagabundos y los domésticos. Los primeros vagaban sueltos y no tenían amo. Eran semisalvajes y ocasionalmente se acercaban a los pueblos o ciudades para comer en los basureros o de aquello que los humanos quisieran darles.
Sin embargo, Jesús no se refiere a estos animales sino a aquellos que vivían con las personas y eran alimentados por ellas mediante las sobras de los hogares.
De manera que los perrillos estaban bien nutridos ya que los judíos usaban pequeños trozos de pan para limpiarse los dedos después de comer, a modo de servilleta, y después los arrojaban al suelo.
Esto era parte de lo que consumían sus mascotas. Por tanto, lo despectivo de la analogía era que no compara a la cananea con los hijos de la casa sino con los perrillos.
Sin embargo, la respuesta de la mujer sorprende y agrada a Jesús por su humildad. Ésta le da la razón y, siguiendo con la misma comparación, replica: “pero aún los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”.
No se da por vencida ni se desanima ante la negativa del Maestro. Insiste en su súplica porque confía en que aquel rabino judío es capaz de hacer lo que ella le pide.
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La verdadera fe consiste precisamente en esto, en la confianza incondicional en el poder del Hijo de Dios. Finalmente, obtendrá la anhelada sanidad de su hija.
Este acontecimiento histórico -la única vez que Cristo salió del territorio judío- fue muy significativo para los cristianos pertenecientes a la primitiva comunidad de Mateo. Ellos vivían ya rodeados de paganos y debían evangelizarlos mediante el mensaje de Jesús.
También nosotros hoy estamos rodeados por culturas, idiosincrasias y religiosidades diferentes. ¿Acaso no debemos seguir presentado el Evangelio de Jesucristo? El mensaje es universal y debe alcanzar a todos los pueblos y culturas de la Tierra.
Notas
1. Luz, U. 2001, El evangelio según San Mateo (Vol. II), Sígueme, Salamanca, p. 567.
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