Galaxia Miyazaki

Viendo “El chico y la garza” recordé una anécdota que contaba en un devocional una hermana en la fe. Era anécdota y preocupación también. Un niño en una clase de escuela dominical, con esa firmeza que solo puede dar la sinceridad, manifestaba que él pensaba que eso del Edén y las historias sobre el origen de las cosas era en realidad el génesis de otro mundo. Que todo parecía tan perfecto comparado con lo que él puede ver y le rodea, que tenía que ser necesariamente otro planeta. Se me vino a la cabeza esta anécdota porque hay un momento en la película, muy divertido, en el que unos personajes que simbolizan la deshumanización social atraviesan sorprendidos un lugar idílico, les parece un sueño, no pueden contener las lágrimas al contemplar tanta perfección y belleza. En este caso, sí se trata de otro mundo u otra dimensión. Son incontables los espacios fantásticos que emanan de la imaginación de este creador inagotable. Su mente es una galaxia.

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El cine de Miyazaki en general, y en concreto este posiblemente último film del maestro de la animación, supone una de las mayores experiencias que uno puede encontrar en una sala de cine. La acumulación de estímulos es tan arrolladora que difícilmente uno puede permanecer impasible. Se asiste a una sucesión de símbolos que nacen de una cosmovisión tan diferente (no solo a la cristiana, también a la occidental) que resulta un verdadero desafío intentar dar sentido a lo que se nos cuenta. Esa falta de resortes culturales que puede dificultar la comprensión, al mismo tiempo sirve de aliciente, porque la calidad artística es tan apabullante que también puede uno relajarse y limitarse a dejarse llevar por una experiencia sensorial.

Toda la obra de Miyazaki es reconocible. Con un solo fotograma (dibujo) aislado, uno puede saber que se trata del alma de Ghibli. Si hay un subgénero en el que destaca es el del relato iniciático, al que “El chico y la garza” pertenece. Combina magistralmente momentos frenéticos lleno de personajes, con momentos íntimos en los que es fácil verse reflejado uno mismo añorando aquellos momentos de exploración de todo lo que nos rodea, encontrándonos muchas preguntas y muy pocas respuestas.

El dibujo está lleno de detalles y matices que esconden numerosas referencias a los clásicos universales de la literatura juvenil. Y todo lo envuelve y enriquece una vez más la sensibilidad del imprescindible Joe Hisaishi, que en esta ocasión deja a un lado el lirismo y la sencillez que le caracteriza y completa la propuesta estética creando ambientes y texturas sonoras magistrales.

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El mensaje de Miyazaki no ha cambiado. Sigue siendo el mismo que ya nos entregó en Nausicaa (1984). Un mensaje que, aunque sea muy diferente al nuestro, nos recuerda nuestra responsabilidad de cuidar la creación, de admirar la creación y de ser conscientes de la existencia de un mundo espiritual tan real como el que vemos. Por muy diferente que sea la manera que tiene Miyazaki de contarnos su visión de las cosas, termino como comienza Unamuno su ensayo “Del sentimiento trágico de la vida”, parafraseando a Publio Terencio con una sentencia: “soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño”.