Se podría decir que si el macrocosmos refleja la grandeza del Creador, el microcosmos se constituye en su elocuente portavoz.
Hace más de tres mil años, el salmista se maravillaba de la grandeza de la creación y, en su oración literaria, le decía a Dios:
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“¡Cuán asombrosas son tus obras!” (66:3). Las comparaba con la pequeñez del ser humano y escribía: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (8:3-4).
Sin embargo, hay cosas en este mundo, que el salmista desconocía, muchísimo más pequeñas que el propio ser humano pero tan complejas y maravillosas, que también constituyen evidencias del Altísimo en lo infinitamente minúsculo.
Se podría decir que si el macrocosmos refleja la grandeza del Creador, el microcosmos se constituye en su elocuente portavoz.
El ojo humano sólo puede detectar en el firmamento entre cinco y seis mil estrellas. Por supuesto, siempre que éste no esté parcialmente velado por la contaminación lumínica de las ciudades.
No obstante, los modernos telescopios han demostrado que hay muchas, muchísimas más. Los astrónomos calculan que alrededor de 350 mil millones sólo en nuestra galaxia, la Vía Láctea.
Pero, como se estima que el Universo debe tener unos 200 mil millones de galaxias, se cree que el número total de estrellas del cosmos debe estar comprendido entre 100.000 y 300.000 trillones.
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Semejante cantidad sería aún mayor que el número de granos de arena de todas las playas de la Tierra. ¡Vamos, que el salmista se quedaría absolutamente perplejo! ¡Con razón se le dijo a Abraham que su descendencia se multiplicaría “como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar”! (Gn. 22:17). Es decir, una incalculable cantidad.
Por lo que respecta al mundo de lo más pequeño, -el átomo con sus partículas subatómicas- la complejidad que evidencia también resulta asombrosa y aún no se conoce por completo.
A grandes rasgos, la estructura de la mayoría de los átomos puede compararse con nuestro Sistema solar.
Si éste está constituido por el Sol en su centro y los diversos planetas que orbitan a su alrededor a diferentes distancias, también los átomos poseen un núcleo central -formado por protones de carga eléctrica positiva y neutrones que, como su nombre indica, no poseen carga eléctrica, ni positiva ni negativa- y uno o muchos electrones negativos que se mueven a su alrededor a la velocidad de la luz (300.000 km/s).
Se cree que los protones, a pesar de ser partículas minúsculas, son la materia más dura y pesada del Universo. Una sola cucharadita de ellos, si es que éstos pudieran unirse hasta tocarse entre sí, pesaría ni más ni menos que ¡unos 24.000 millones de kilos!
En cambio, los neutrones -que no fueron descubiertos hasta 1935- eran partículas enigmáticas cuya función se desconocía. Precisamente ese año, se le concedió el premio Nobel al físico inglés James Chadwick por su descubrimiento. ¿Cuál es la misión de los neutrones? Pues, sencillamente, poner paz entre los protones.
Al ser éstos de carga eléctrica positiva, -necesaria para atraer a los electrones negativos que se mueven en la periferia de los átomos- resulta que entre los propios protones positivos se produce repulsión. Positivo y positivo se repelen.
No existe convivencia posible entre ellos. Unos pretenden huir de otros e incluso se podrían producir violentas explosiones. Esta es precisamente la misión de los neutrones. Poner estabilidad, armonía y paz donde reina la desavenencia.
De ahí que en el núcleo de cada átomo suela haber la misma cantidad de neutrones que de protones o incluso más.
La sabiduría y previsión que muestra el mundo material, desde lo más grande a lo más pequeño, resulta evidente por doquier. Y esto no tiene por qué resultar extraño. Yo creo que el mismo arquitecto que hizo lo grande hizo también lo pequeño.
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