Fue un gran poeta, un incomparable artista, un innovador de las ideas y del verso.
Rubén Darío, patriarca de la poesía hispanoamericana, nace el 18 de enero de 1867 en Metapa, pequeño pueblo perteneciente al departamento de Matalgapa, Nicaragua. Poco después, el 3 de marzo, fue bautizado en la catedral de León por el Teniente Cura (así consta en la página del Registro parroquial) José María Ocón. A los 13 años publica sus primeros versos con el seudónimo de Bruno Erdia. Un año después escribe Poesías y artículos en prosa, libro que no llegó a publicarse. Las páginas originales se perdieron en el terremoto que destruyó la ciudad de Managua en 1931. Ese mismo año, en noviembre, tiene lugar en León una velada fúnebre para honrar al general Máximo Jerez, muerto repentinamente en Washington siendo ministro plenipotenciario de Nicaragua en la capital estadounidense. Para hablar en el funeral llegaron importantes personalidades de la capital. Cuando todos pronunciaron sus discursos, Rubén Darío recitó unos versos que había compuesto en honor al fallecido. La concurrencia aclamó con prolongados aplausos a quien ya era conocido como “el poeta niño”.
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“Rubén nació poeta por la gracia de Dios. No hay otra manera de nacer poeta”. El capítulo de su temprana biografía indica que Darío escribe versos desde los cinco años. Nada sabe de poesía, no tiene conciencia de lo que es un poema, los versos brotan de su mente de forma natural. Cuando la gente lee sus primeras composiciones empiezan a llamarle “el poeta niño”.
Rubén no para de escribir. En 1884 se traslada a Managua. Colabora en la prensa local. Es empleado en la Secretaría Privada del presidente de la República.
De Nicaragua pasa a Chile y escribe en los principales periódicos de este hermoso país sudamericano ceñido entre el mar y las cumbres. En julio de 1888 aparece uno de sus libros más celebrados, Azul, donde incluye prosa y verso. Cuatro años después realiza un primer viaje a España. Vive en Madrid de agosto a noviembre de 1892. Aquí entabla amistad con grandes escritores españoles: Marcelino Menéndez y Pelayo, Juan Valera, Emilio Castelar, Ramón de Campoamor, la novelista gallega Emilia Pardo Bazán y otros. Vuelve a España en 1899 como corresponsal del diario argentino La Nación. Conoce a otros dos prestigiosos poetas españoles, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, Premio Nobel de Literatura en 1956. Vive en Barcelona y Madrid. En 1903 el gobierno de Nicaragua le nombra Cónsul en París. Viaja mucho. Además de España y Francia recorre Alemania, Italia, Austria, Hungría, Inglaterra, Marruecos. En 1909 lo vemos otra vez en España. Ahora, como Embajador de su país. Dos años más tarde regresa a París, viaja por otros países de Europa y América, con estancias en Argentina y Uruguay.
Darío añora la madre patria. En Prosas profanas se interroga: “¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de África o de indio chorotega?”
Años después, en Sonetos, escribe este verso:
Yo siempre fui, por alma y por cabeza
español de conciencia, obra y deseo,
y yo nada concibo y nada veo
sino español por naturaleza.
Entre octubre y diciembre de 1913 se refugia en Mallorca, isla que conocía de un primer viaje en 1907. Se ha escrito mucho sobre esta segunda estancia de Rubén Darío en Mallorca. Llegó enfermo y con graves dependencias del alcohol.
“Tan buen bebedor guardo bajo mi capa”, dice en Lira abierta. En Mallorca escribe La Cartuja. Aquí se siente revivir. En la Epístola a la señora de Leopoldo Lugones confiesa:
Hay un mar tan azul como el parteropeo;
y el azul celestial, vasto como un deseo,
su techo cristalino bruñe con sol de oro.
Aquí todo es alegre, fino, sano y sonoro.
Y a su amigo francés Rémy de Gourmont, le añade:
“Aquí hay luz, vida. Hay un mar de cobalto aquí, y un sol que estimula entre las venas sangre de pagano amor”.
Pero Darío ya está tocado. El alcohol le ha destrozado el hígado. Las mujeres y la vida bohemia han influido negativamente en su salud. En octubre de 1915 embarca en Barcelona. Llega a Guatemala y de aquí a Nicaragua. Muere en León el 6 de febrero de 1916.
Con él desaparece uno de los autores más importantes en la historia de la poesía moderna en lengua española. Un gran poeta. Un incomparable artista, un innovador de las ideas y del verso.
Ha quedado escrito que el niño Rubén fue bautizado por el rito católico dos meses después de su nacimiento. Concluidas las primeras letras en la escuela pública, donde entró sabiendo ya leer y escribir, a los once años ingresa en un colegio regentado por jesuitas. Allí se sintió halagado, pero los rectores de la Compañía nunca le animaron a ingresar en la misma porque advirtieron que carecía de vocación religiosa.
Su experiencia en aquel centro no debió ser buena. En Poemas de juventud, libro que recoge composiciones escritas cuando tenía entre 14 y 18 años, partiendo de una pregunta de Bolívar a Olmedo, Darío escribe con rabia juvenil:
Bien: ahora hablaré yo.
Juzga después, lector, tú:
el jesuita es Belcebú,
que del Averno salió.
¿Vencerá al progreso? ¡No!
¿Su poder caerá? ¡Oh, sí!
Ódieme el que quiera a mí;
pero nunca tendrá vida
la sotana carcomida
de estos endriagos aquí.
¿Creía en Dios Rubén Darío? Quienes han investigado su vida y su obra afirman rotundamente que sí.
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Tomando como pretexto la visita de los magos al pesebre de Belén, Rubén Darío confiesa tres veces que Dios existe:
—Yo soy Gaspar. Aquí traigo el incienso.
Vengo a decir: La vida es pura y bella.
Existe Dios. El amor es inmenso.
¡Todo lo sé por la divina Estrella!
—Yo soy Melchor. Mi mirra aroma todo.
Existe Dios. Él es la luz del día.
La blanca flor tiene sus pies en lodo.
¡Y en el placer hay la melancolía!
—Yo soy Baltasar. Traigo el oro. Aseguro
que existe Dios. Él es grande y fuerte.
Todo lo sé por el lucero puro
que brilla en la diadema de la Muerte.
—Gaspar, Melchor y Baltasar, callaos.
Triunfa el amor; y a su fiesta os convida.
Cristo resurge, nace la luz del caos
y tiene la corona de la Vida.
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