Un comentario de la película El viejo roble, de Ken Loach (2023).
Qué agradable es llegar al lugar donde desayunas habitualmente y no tener que decir nada para que te sirvan lo que ya saben que quieres. Qué seguridad da el poder expresar lo que uno quiera sobre cualquier tema, sabiendo que no habrá una voz que se alce discordante. Qué calma cruzar las calles del lugar donde vives y que ninguna cara te resulte extraña. Esta sensación es la que han perdido los habitantes de un pueblo pequeño del noroeste de Inglaterra al tener su esperanza puesta en que las cosas sigan siendo como lo han sido siempre. Las minas cerraron y no hay trabajo. Las casas se han devaluado. Excepto para los vecinos del pueblo, es un buen lugar para acoger refugiados que lo van a ir transformando todo. Esa esperanza depositada en que las cosas permanezcan sin cambios se convierte en una esperanza en que todo vuelva a ser como antes. Su manera de enfrentarse a lo que viene es mirar al pasado.
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Por muy buenas intenciones que tenga una película, eso no la convierte necesariamente en una buena película. Este viejo roble de Loach está lejos de serlo. El director de Agenda oculta, Lloviendo piedras, Ladybird, Ladybird, Tierra y libertad, Mi nombre es Joe, por solo citar unas cuantas maravillas, esta vez se ha dejado la creatividad en la despensa. Todo es insoportablemente predecible. El guion de su guionista habitual, Paul Laverty, sorprende por la cantidad de lugares comunes que contiene. Da la sensación de que se ha rodado todo con desgana. Todo lo que uno piensa que va a ocurrir, ocurre. Las señas de identidad que debe tener el buen cine de autor quedan difuminadas y se convierte en un ejemplo de cine realizado con fórmula o plantilla, con un planteamiento cercano al western básico: un lugar apartado y un triángulo formado por unos hombres desalmados, un hombre bueno y una inmigrante.
“Es la esperanza lo que causa el sufrimiento” se dice en un momento de la película. Cuando la esperanza no está depositada donde debe estarlo, sin duda es cierto. Loach, más que un cineasta político, es un político cineasta y cree en la bondad humana como fundamento. Siempre me ha resultado sorprendente aquellos que no creen en Dios porque no se puede usar la razón para probar su existencia, sin embargo, creen en la bondad del hombre y en su capacidad para, posiblemente algún día, lograr cambiar o transformar el mundo en un lugar mejor. Si es en el hombre donde anclamos nuestra confianza, será cuestión de tiempo experimentar sufrimiento. Porque hay hombres buenos y capacidades admirables, pero el hombre es incapaz de ser respuesta, de ser propósito y de redimirse a sí mismo de su condición, por muy buenas que sean sus obras.
La caridad es respuesta para Laverty y Loach, y hay momentos en los que, si no te emocionas, es que eres de piedra, por muy flojo que sea el guion o la dirección sea anodina, pero es una caridad esencialmente materialista. Una caridad convertida en utopía. Una caridad cuyo motor es únicamente las propias fuerzas del que la pone en práctica. Que comienza y termina en el hombre y sus necesidades básicas de manutención y cariño. Una caridad en la que el sufrimiento acabará siendo un obligado peaje.
Lo espiritual no parece interesarles a los responsables de la película. Hay una secuencia que sí tiene cierto interés, sobre todo por un diálogo (aunque el desaprovechamiento por parte de Loach es tremendo) que tiene lugar en la catedral de Durham. La inmigrante no puede dejar de admirar tanta belleza y pensar, que, si el ser humano es capaz de hacer semejantes cosas, hay lugar para la esperanza. Al mismo tiempo, ella misma, el hombre bueno solo escucha, lo contrasta con la capacidad de destrucción y maldad que tiene el ser humano y las atrocidades que está sufriendo su pueblo, Siria.
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Cuando, para practicar la caridad, solo contamos con nuestras propias fuerzas, el combustible para avanzar por esa utopía se acabará agotando y la parada siempre tendrá el mismo nombre: soledad. La caridad es una virtud y una consecuencia. El poder contar con el Creador, con aquel que nos facilita todo lo que poseemos como motor inagotable, es indispensable. El hacer práctica nuestra esperanza en Cristo, compartir la buena nueva y permitir que puedan ver reflejado el amor de Dios en nuestro comportamiento. Esa es la única caridad realmente útil.
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