La estación del tren

Es habitual que nos encontremos con ancianos que manifiestan conductas harto curiosas.

Era el caso de Francisco, un vecino mayor de mi pueblo que pasaba largas horas en la estación del tren. No, no esperaba ningún tren o los esperaba todos, pero igualmente jamás subía en ninguno.

Otros ancianos contemplan las obras sin perder detalle, otros asisten a clases de universidad apenas sin saber leer o escribir, otros disertan de ciencia sin estudios, otros se quejan de ruidos a pesar de la sordera, etc.

Era conocida esta estación por las pocas incidencias que ocurrían en ella, aparte de lo que es común a todas que es el retraso en los horarios de circulación de trenes.

Era tan común verlo en la sala de espera, en los andenes, en la cantina, que todos pensábamos que su lugar era ese.

¿Acaso se llevaba mal con su mujer? ¿Acaso perdió el tren de su vida y está pagando por ello? ¿Había sido un funcionario de la compañía de ferrocarriles? No se sabe, pero allí seguía.

Hasta que un día supimos más de él, la desgraciada tarde en que un joven se tiró al tren a pocos metros de la estación.

En aquella hora se congeló el aire.

Allí estaba Francisco, en un rincón de la sala de espera, con sentimiento de derrota y con lágrimas en los ojos. Allí supimos que Francisco nos había estado protegiendo a todos de desgracias, allí supimos que aquel suceso era lo que siempre había querido evitar y que esta vez no fue posible.