Para Saint-Exupery no hay más que una libertad. La que nos lleva a la búsqueda de Dios.
Antoine de Saint-Exupery, autor de El Principito o El pequeño Príncipe, nació en Lyon, Francia, el 29 de junio 1900 y desnació en pleno vuelo de avión el 31 de julio 1944.
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Ahora, la que fuera su esposa, Consuelo Suncín, nacida en El Salvador, ha dado a la imprenta la segunda edición del libro Memoria de la Rosa, donde cuenta los problemas de su matrimonio y los maltratos que sufrió por el héroe de la literatura francesa. Puede que sí y puede que no los hechos tuvieran lugar tal como ella los relata, el acusado no puede defenderse.
La aviación era la pasión de Exupery. A los 26 años ingresó en una sociedad de aviación comercial. Realizó vuelos importantes a ciudades de Asia, África, Europa y Sudamérica. En 1935, al intentar la travesía aérea París-Saigón, hubo de efectuar un aterrizaje forzoso en el desierto de Egipto. Fue salvado por una caravana de beduinos después de cinco días de penosa marcha. Una misión militar al inicio de la segunda guerra mundial le inspiró el libro Piloto de Guerra. De regreso a Francia, el 31 de julio 1944 despegó de Córcega para una misión de guerra de la que nunca volvió. Su muerte aún hoy permanece en el misterio. Se ha barajado diferentes hipótesis. Hay quienes dicen que el General De Gaulle, que lo odiaba, ordenó matarle. Otros afirman que los cazas alemanes derribaron el aparato, el cual se perdió en las profundidades marinas. También se ha hablado de suicidio.
Hallándose en Nueva York, en 1943 escribió y publicó El Principito. Para su autor, la vida del hombre es un peregrinar continuo hacia Dios, tal como escribió en otro de sus libros, Ciudadela. Quien cree en Él lo lleva a su lado a lo largo de todo el recorrido, de la cuna a la tumba; quien no cree en Él se encuentra bruscamente con el Eterno cuando se cierra definitivamente el libro de la vida y la muerte le enfrenta a una realidad celestial que se empeñó en negar, porque toda obra es una marcha hacia Dios y no puede acabarse sino con la muerte.
El libro más conocido y el más leído de Exupery es sin duda El Principito. Aunque está dedicado a los niños y catalogado como un libro para niños, en realidad no corresponde a la literatura especialmente concebida para niños. El libro tiene un mensaje para todas las personas, de cualquier edad, vulnerables a la soledad, a la amistad, a la ternura.
El argumento del bello libro presenta a el Principito como único habitante de pequeños planetas ocupado cada mañana en limpiar el hollín de los volcanes, hasta que aprovecha una emigración de pájaros salvajes para evadirse.
Aún cuando no sea fácil advertirlo, El Principito encarna casi todos los valores del cristianismo. “En tu tierra –dice el pequeño Príncipe– los hombres cultivan cinco mil rosas en un mismo jardín, y no encuentran lo que buscan. Y sin embargo, lo que buscan podría encontrarse en una sola rosa o un poco de agua. Pero los ojos están ciegos. Es necesario buscar con el corazón”.
Más allá de la acción y del misticismo, hay en el pequeño Príncipe el mito de la inocencia y de la infancia recordada. La soledad vencida por la amistad: “Más aislado que un náufrago sobre una balsa en medio del océano, me despertó una extraña vocecita que decía: dibújame un cordero”.
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He recordado que al iniciar este artículo mí intención no era El Principito, sino su autor. Para Saint-Exupery no hay más que una libertad. La que nos lleva a la búsqueda de Dios. Esta libertad, como la verdad misma, no se halla en la superficie de las cosas. Hay que cavar hondo hasta encontrar los pozos de agua viva a los que se refirió Jesús, los manantiales que fluyen del interior de los seres humanos. “Señor –decía Exupery— llego hasta ti porque he trabajado en tu nombre. Para ti las simientes. Yo he edificado este cirio. A ti corresponde encenderlo. Yo he edificado este templo. A ti corresponde habitar tu silencio”.
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