Intemperie afectiva

Aquel jueves se propuso hablar de la parábola del hijo pródigo. El capellán de prisión preparó su charla para llevar un poco de esperanza a los reclusos con la ayuda del Espíritu Santo.

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En aquella ocasión serían unos quince asistentes.

Al concluir los oyentes se quedaron fríos, sin reaccionar, no les dijo nada aquella parábola.

La decepción del capellán fue mayúscula. ¿La parábola por excelencia no les ha impactado? ¿Qué habría hecho mal? ¿Qué otra cosa les podría ayudar?

Despedidos todos, quedó en su silla Castro para polemizar con él.

—¿Ya sabes por qué estamos en prisión?

—No sé, ¿por malas acciones?

—No solo por eso, también por no tener un padre amante al que volver de nuestras vidas erradas, como en la historia que nos has contado.

—A ver, explícate.

—Cuando hablas de padre amante no sabemos qué sea eso, no lo hemos tenido. Y en algunos casos tampoco madres. Muchos hemos crecido en la intemperie afectiva.

El capellán no pudo objetar nada, la lógica de Castro era aplastante.

Con humildad preparó la siguiente prédica para la semana siguiente.

“Quizá no habéis tenido un padre amante al que volver, pero los brazos de Dios siempre están abiertos para recibiros. Tampoco reconoceríais un buen padre amante en esta tierra si no fuera por la Gracia de Dios. El verdadero Padre es Él.

Castro volvió a la carga.

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—¿Insinúas que no estamos en desventaja respecto de los hijos con padres como Dios manda?

—A efectos temporales quizá sí, pero no a efectos eternos.

Esa posibilidad animó a algunos a pronunciar con el hijo pródigo “…he pecado contra el cielo…”. Teniendo a Dios por Padre ya no lo cambiarían por nada ni por nadie. No hay padre terrenal que lo iguale.