Los mosquitos son responsables de unas 750.000 muertes de personas al año, cumplen a la perfección su función en el mantenimiento del equilibrio natural. .
Muchos seres vivos producen repulsión o miedo por el peligro que suponen.
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El veneno de ciertas arañas, escorpiones y víboras, las picaduras de garrapatas, avispas o mosquitos, la toxicidad de la piel de esas pequeñas ranitas de vivos colores o los afilados dientes sustituibles del tiburón blanco, constituyen todo un elenco de órganos y estructuras que parecen diseñadas para lo malo, para hacer daño.
A todos estos seres, que se pueden ver a simple vista, hay que añadir la gran cantidad de bacterias, hongos microscópicos y virus capaces de acabar con nuestra vida.
Desde la perspectiva humana, surge inmediatamente la cuestión acerca de por qué existe tanto bicho malo en este mundo.
La lucha sin cuartel por la supervivencia del más resistente ¿se ha dado desde siempre o quizás las criaturas cambiaron y dieron lugar a este inmisericorde reino de la maldad natural?
Se trata de una cuestión importante que parece más propia de filósofos y teólogos que de científicos experimentales.
Lo único que puede determinar la ciencia es si tales “órganos de lo malo” pudieron aparecer por azar o requieren para su origen de una causa inteligente como la mejor explicación.
No nos referimos a la moralidad de dicha causa sino a su realidad. Esto puede entenderse mejor mediante el ejemplo de los virus informáticos. Se trata, como es sabido, de programas capaces de destruir o copiar la infraestructura de una empresa o nación.
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A pesar de su evidente malignidad, suelen estar tan bien diseñados que son capaces de eludir a los mejores expertos informáticos. Hay un elevado nivel de inteligencia detrás de tales virus programados.
Esto es precisamente lo que afirma el diseño inteligente con respecto a tantos órganos, estructuras y reacciones químicas -“irreductiblemente complejas”, según Michael Behe- empleadas por las especies para cazar y subsistir en la biosfera.
Algo tan pequeño y aparentemente simple como un mosquito es capaz de transmitir enfermedades infecciosas a través de su saliva, tales como malaria, dengue, zika, chikungunya, fiebre amarilla o la fiebre del Nilo occidental, entre otras.
Los mosquitos son responsables de unas 750.000 muertes de personas al año. Pueden detectar el dióxido de carbono que expulsamos al respirar y se ven atraídos también por el sudor u otros olores corporales, así como por los perfumes.
Las larvas pueden prosperar con muy poca agua, en charcos, sobre hojas, en los huecos de los árboles, bidones, cisternas, canales y sobre todo junto en los ríos, lagunas y marismas.
No obstante, como todos los seres vivos del planeta, los mosquitos cumplen a la perfección su función en el mantenimiento del equilibrio natural.
Actúan también como agentes polinizadores permitiendo que millones de plantas puedan reproducirse eficazmente y constituyen una importante fuente de alimento para pájaros, murciélagos, reptiles, ranas y peces.
Los últimos estudios científicos sobre el vuelo de los mosquitos, realizados mediante cámaras de alta velocidad y análisis digital, han permitido entender cómo estos minúsculos insectos logran mantenerse en el aire y desplazarse con precisión.
Al parecer, describen con sus alas un ángulo de unos 40 grados y a una velocidad de casi 800 aleteos por segundo. Esto es cuatro veces más rápido que la mayoría de los insectos.[1]
Por medio de cámaras digitales que graban a 10.000 fotogramas por segundo, se ha descubierto que los mosquitos utilizan tres técnicas aerodinámicas diferentes para volar.
Además del vórtice delantero que poseen todos los insectos voladores, los mosquitos tienen un vórtice posterior y otro de arrastre rotacional.
Este vórtice posterior genera movimientos sutiles y precisos del ala al final de cada aleteo que recuerdan el vuelo de los colibrís. Sin embargo, los mosquitos no están relacionados para nada con los colibrís.
¿Otro milagro de “evolución convergente”? Por último, el vórtice de arrastre rotacional les permite aterrizar con precisión desde cualquier posición espacial.
¿Cómo aprendieron los mosquitos a volar así? ¿Quién les enseñó esos trucos aerodinámicos exquisitamente cronometrados que los ingenieros humanos sólo conocían teóricamente? ¿Algún científico sabe realmente cómo pudieron evolucionar tales inventos aéreos?
Es evidente que estos animales están bien diseñados para realizar lo que hacen y la prueba de ello son los edemas que producen en nuestra piel.
Quienes pican son las hembras ya que necesitan las proteínas de la sangre para alimentar sus huevos. En cambio, los machos se nutren de savia y néctar de los vegetales.
De ahí que sean éstas las que arriban siempre con precisión a los rincones más remotos de nuestra piel, a pesar de todo lo que hagamos por evitarlo.
Y, cuando logramos aplastar de un manotazo algún ejemplar, deberíamos recordar que cada uno de tan molestos zumbadores tiene ojos compuestos, extremidades articuladas, respiración, reproducción sexual, tubo digestivo, mandíbulas modificadas en taladro de precisión, saliva con proteínas anticoagulantes para que la sangre de la víctima fluya y todo un equipo de sensores para detectar olores y sabores.
Concretamente, en el extremo de cada pata tienen pelos capaces de degustar todo lo que tocan, como si fueran auténticas lenguas.
No obstante, la cuestión de su nocividad desde el punto de vista humano sigue abierta. ¿Qué clase de inteligencia diseñaría unos insectos como éstos?
Según el evolucionismo, sería lógico que en el mundo de la supervivencia del más apto, los mosquitos actuaran de manera egoísta como el resto de las especies.
Lo importante para ellos sería transmitir sus genes a la descendencia, aunque para ello tuvieran que matar personas o a otras especies biológicas. La selección natural favorecería por tanto a los más crueles y egoístas.
Es del dominio público que cada vez que estas ideas se ha intentado poner en práctica por el hombre, las consecuencias han sido nefastas para la humanidad.
De ahí que la razón humana no quede moralmente satisfecha con dicha explicación. ¿Qué tipo de Dios habría creado un mundo así?
También se podría decir que dentro de la biosfera, en el ecosistema global de la Tierra, cada especie biológica juega un papel importante que contribuye al bienestar general de todos los seres vivos.
Incluso podría pensarse que algunos buenos diseños originales se estropearon o degeneraron en tiempos remotos y se volvieron malignos, tal como ocurre en ciertas películas futuristas, en las que los robots se vuelven locos y se rebelan contra el ser humano que los ha diseñado.
Desde luego, existen ejemplos de microbios perjudiciales que se tornan beneficiosos cuando cambian de ambiente. Este sería el caso de las numerosas bacterias que habitan en nuestro intestino.
Asimismo podrían citarse argumentos religiosos, como los que se abordan en el libro bíblico de Job y en otros lugares, acerca de que el mal tiene su origen en la rebeldía humana hacia el creador.
De manera que toda maldad, dolor, sufrimiento y la propia muerte vinieron como consecuencia el pecado humano, pero Dios nunca deseó el mal, únicamente lo permite a la espera de la consumación de sus planes eternos.
Sin embargo, estas últimas respuestas de la teodicea, aunque sea importante abundar en ellas, sobrepasan la cuestión del diseño inteligente.
La misión fundamental de éste es identificar el diseño real que existe en el mundo natural, no justificar la moralidad, las motivaciones o la identidad del diseñador. Esto último entra ya dentro del ámbito de la filosofía y la teología.
Lo único que la ciencia puede decir acerca de los mosquitos es que parecen estar muy bien diseñados, como la inmensa mayoría de las especies. Es posible que no nos gusten porque su modo de vida nos perjudica pero, desde luego, su diseño raya la perfección.
1. Bomphrey, R. J., Nakata, T., Phillips, N. & Walker S. M., 2017, Smart wing rotation and trailing-edge vortices enable high frequency mosquito flight, Nature, volume 544, pp. 92-95.
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