— ¡Ha aparecido una cruz en el centro del lago!
Érase una vez un poblado medieval que se abastecía de agua gracias a un gran lago emplazado en sus proximidades.
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Los habitantes jamás habían tenido falta del líquido elemento, el agua doméstica y la de riego les hacía vivir tranquilos.
Los primeros pobladores agradecían cada mañana al cielo que no les faltaba el abastecimiento necesario para vivir.
Pero surgió una generación saciada que tuvo la torpeza de olvidarse de la providencia divina. Derribaron el lugar de culto de los padres y colocaron en su lugar un campo de golf medieval al que no le faltó agua del lago.
La moralidad de los jóvenes se volvió altamente dudosa y dejaron de atender a los padres en su vejez. Tampoco se dedicaron a la crianza de hijos, se bastaban a ellos mismos. Además, trabajaban incansablemente, pero sin llegar a vivir felices.
¿Qué pasó? Una inesperada sequía se cernió sobre la comarca. Empezó a descender el nivel de agua del lago de un modo alarmante.
Faltó agua para el campo de golf, para los cultivos y para el consumo doméstico.
Ya no visitaban el lago por la depresión que les producía verlo tan mermado.
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Una mañana despertó el pueblo con la alarma de un niño.
— ¡Ha aparecido una cruz en el centro del lago!
— ¿Qué dices? — exclamaron.
Allá que fueron todos y ciertamente aparecía en la superficie una cruz erguida de metal.
La superstición de aquellas gentes primitivas hizo que interpretasen aquello como una señal del cielo.
La definitiva evaporación del agua dejó a la vista una iglesia coronada por aquella cruz que había estado sumergida. Les pareció un milagro la aparición de aquella construcción y se llenaron de temor.
El profeta del pueblo recibió aquella noche revelación.
“He recibido profecía para que volvamos a ser agradecidos con el cielo y nos apartemos de la impiedad”.
Todo el pueblo se congregó en aquella iglesia antes acuática y confesaron como un solo hombre la vida errática que habían llevado al tiempo que imploraron por agua.
Al salir ya caían las primeras gotas.
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