Este mes de marzo se cumplen diez años desde que Jorge Mario Bergoglio llegase al papado adoptando el nombre de Francisco. Su figura sonriente y amable generó mucha expectación entonces, y todavía lo sigue haciendo hoy. Pero el primer cardenal de la historia en llegar al liderazgo de la Iglesia Católica Romana no por la muerte de su predecesor, sino por su dimisión, también ha sido el papa que ha provocado un mayor movimiento mediático.

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Mientras Netflix imaginaba cómo debía de haber la relación de Francisco con su predecesor al principio, en Los dos papas, Paolo Sorrentino daba rienda suelta a su imaginación sobre la siempre enigmática figura papal. 

El director italiano creaba en 2016 toda una representación de la cara más visible del Vaticano con The Young Pope, protagonizada por Jude Law y con nombres tan reconocidos del cine como Diane Keaton, James Cromwell y, para España, Javier Cámara. Una historia que mezcla el humor y el drama, en la que un joven estadounidense se convierte en Pío XIII, un papa estrafalario, conservador y severo, que al mismo tiempo se niega a mostrarse en público y con una faceta sobrenatural que asusta a muchos. 

Una representación que siguió con la secuela The New Pope, protagonizada por John Malkovich como un Juan Pablo III completamente humano y frágil, que vive atormentado por la sombra de su predecesor. Producciones, ambas, hipersexualizadas, que buscan presentar los primeros lugares de la Iglesia Católica con humor y drama, con sus luces y sus sombras, y con un ingenio que pretende parecerse lo máximo posible a una realidad imaginada.

[photo_footer]Law da vida a un misterioso y oscuro Pío XIII, tan contradictorio en realidad como cualquiera. / Fotograma de la serie, HBO.[/photo_footer]

Seres contradictorios

Con sus dos papas, Sorrentino se enfoca en lo contradictorio que resulta el ser humano. Pío XIII (Jude Law) posee un aire imponente y firme. Se muestra especialmente contundente contra cualquier signo de liberalismo o cambio en la Iglesia Católica. Los cardenales que le rodean experimentan muy lentamente una progresión que va desde el temor hasta una devoción prácticamente propia de lo divino cuando el personaje comienza a manifestar un misterioso aspecto sobrenatural.

Sin embargo, es también el papa que no puede renunciar a su refresco de cola con sabor a cereza. El mismo al que le gusta lucir su atuendo y sentarse en su trono. El que disfruta de cada cigarrillo que se fuma en la azotea y, de forma incansable, cuestiona su autoridad, su lugar y su elección para el cargo que ostenta.

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Por otro lado, Juan Pablo III (John Malkovich), que por cierto llega al papado tras un efímero y fatídico gobierno de un tal Francisco II (Sorrentino ubica al público en la situación contemporánea de la Iglesia Católica), es el eclesiástico de larga trayectoria, más humanista que religioso, acomodado en su mansión en el campo, cansado de vestir el atuendo de cardenal, con más interés en la prensa del día que en el porvenir de la Iglesia, que acaba accediendo al papado contra todo pronóstico, fruto de una conspiración que bien podría haber sido la trama de una novela de Dan Brown.

Aparentemente sin ambición de poder ni de liderazgo, es también el septuagenario entrañable, teñido de canas, que disfruta pronunciando declaraciones en forma poética y se muestra constantemente vulnerable. 

Es también ese hombre entrado en años que no ha renunciado al amor ni al deseo, y que se muestra abrumado por la imponente sombra de su predecesor, a quien al mismo tiempo admira con sinceridad.

Con estos protagonistas, Sorrentino parece aspirar a fusionar lo humano con lo divino, aunque sobre todo resalta lo contradictorios que llegamos a ser. El problema es que en su planteamiento, nuestras flaquezas parecen reforzar nuestras virtudes en un bucle vital incapaz de resolverse. Aunque su retrato sobre lo contradictorio de lo humano es amplio y comprensible, para el director italiano el ser humano no puede estar sujeto a una corrupción total de la que no pueda librarse amando a otro, diciendo algo hermoso o superando su debilidad. Lo resume bien la afirmación de Juan Pablo III (John Malkovich) en un momento de The New Pope: “Soy una pieza frágil de porcelana”.

[photo_footer]Con Juan Pablo III, Malkovich encarna de forma brillante la contradictoria vulnerabilidad de la sociedad occidental contemporánea. / Fotograma de la serie, HBO.[/photo_footer]

La perfecta humanidad de Cristo

Con la figura de Pío XIII, Sorrentino parece querer emular a un Jesucristo contemporáneo, occidental y atractivo. Alguien capaz de mostrarse impasible ante quienes le rodean, pero que al mismo tiempo siente misericordia de forma arbitraria y tiene poderes sobre la vida. 

Este “Cristo” solo se ve turbado ante una enseñanza puntual de su devoto predecesor, Juan Pablo III, cuya admiración por él no oculta su más amplia experiencia y su visión más humanizada de todo, incluida la propia Iglesia.

El “Cristo” de Sorrentino es caprichoso y opaco, a la vez que atractivo y profundo. A pesar de todo aire de misterio del que tratemos de rodearnos, somos, como seres humanos, una constante contradicción, y vivimos anclados en ella. Solo en Cristo se encarna la perfecta humanidad, y aspirar a reproducirla produce verdaderos monstruos.

Según la Biblia, no tenemos necesidad de contar con un representante terrenal de Cristo porque él mismo ya se ha encarnado una vez (Juan 1:9) para morir en la cruz, resucitar y ascender de nuevo junto al Padre por el perdón de nuestros pecados y nuestra salvación. Ha enviado al Espíritu Santo(Juan 16:13-15), que mora en la persona que ha recibido el evangelio y en la comunidad de la iglesia, el cual es la viva y única representación continua de la figura y la enseñanza de Cristo. Ninguna contradicción hay en él, ni tampoco flaqueza ni posibilidad de fracaso. Solamente guiados en el evangelio por el Espíritu Santo podemos conocer la perfecta humanidad de Cristo, como el único sin dobleces ni claroscuros.