Según la Biblia, los demonios son de la misma naturaleza que la angélica, pues son ángeles caídos. Su pecado de ambición y soberbia los convirtió en demonios.
Dos temas ocupan el capítulo XXXIV en la segunda parte del Quijote: la caza de montería organizada por el duque, irrespetuoso y burlón, y la trama del desencanto de Dulcinea. Este asunto se prolonga en el capítulo siguiente, el XXXV.
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Confirmados los duques en la intención de hacer a Don Quijote algunas burlas que llevasen vislumbres y apariencia de aventuras, y habiendo dado órdenes a los criados de todo lo que debían de hacer de allí a seis días, le llevaron a caza de montería. Con tanta gente involucrada en el engaño como pudiera llevar un rey coronado. Dieron a Don Quijote un vestido de caza y otro a Sancho. Don Quijote lo rechazó, Sancho tomó el suyo, pensando venderlo en cuanto tuviera la ocasión.
Llegados al lugar donde debía empezar la cacería, Don Quijote vio que hacia él iba “un desmesurado jabalí, crujiendo dientes y colmillos y arrojando espuma por la boca”.
Viendo al furioso animal, Sancho abandonó el rucio y dio a correr cuanto pudo. Con tan mala fortuna que buscando dónde cobijarse quedó colgado de una encina. A los gritos acudió Don Quijote y lo descolgó. Viéndose libre, Sancho contempló el lastimoso estado en el que había quedado el sayo de monte que le había dado el duque. Unos cazadores mataron el jabalí. Otros criados llevaron a Sancho a unas grandes tiendas de campaña donde había preparada una abundante comida. Sancho, mostrando a la duquesa las llagas de su roto vestido, dijo: “Yo no sé qué gusto se recibe de esperar a un animal que, si os alcanza con un colmillo, os puede quitar la vida”.
Después de la comida, cuando empezaba a anochecer en aquél templado mes de junio, el duque dio orden de que empezara la fiesta. Por todo el bosque se oían cornetas y otros instrumentos de guerra, como muchas tropas de caballería que por el bosque pasara. Luego se oyeron infinitos gritos al estilo de moros cuando entran en combate. El duque debió de ser muy rico al disponer de tantos hombres y mujeres en la organización de aquella fiesta que parecía organizada desde el infierno.
Continuó la burla con la llegada de un correo. Al verlo “pasmose el duque, suspendiose la duquesa, admirose Don Quijote, tembló Sancho Panza” y hasta aquellos que estaban al tanto de la farsa se espantaron.
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El tal correo vestía un traje de demonio, se paseó por delante del grupo donde estaba Don Quijote, tocando de vez en cuando una trompeta que despedía un ruido ronco y espantoso son. Preguntóle el duque: ¿Quién sois, adonde vais y qué gente de guerra es la que por este bosque parece que atraviesa?
El correo, uno de los preparados por el duque para continuar la burla y el engaño, respondió con voz horrísona y desenfadada:
“Yo soy el Diablo; voy a buscar a Don Quijote de la Mancha; la gente que por aquí viene son seis tropas de encantadores, que sobre un carro triunfante traen a la sin par Dulcinea del Toboso. Encantada viene con el gallardo francés Montesinos, a dar orden a Don Quijote de cómo ha de ser desencantada la tal señora”.
Tan tonto como lo creía el eclesiástico no era Don Quijote. Con palabras certeras y un sentido aplastante de la lógica, se dirigió al supuesto diablo: “Si vos fuérades diablo como decís y como vuestra figura muestra, ya hubiérades conocido al tal caballero Don Quijote de la Mancha, pues le tenéis delante”.
Atrapado en su mentira, el supuesto diablo contesta que no le había reconocido debido a la cantidad de cosas que tenía en el pensamiento.
Llega un carro de rechinantes ruedas tirado por cuatro perezosos bueyes. Sentado en la parte alta del mismo viajaba un venerable viejo con una barba más blanca que la nieve. Al viejo escoltaban dos supuestos demonios, tan feos, que habiéndoles visto Sancho la primera vez cerró los ojos para no verlos otra.
Dijo el viejo: “Yo soy el sabio Lirgandeo”.
Pasó otro correo. El viejo que en él iba dijo: “Yo soy el sabio Alquife”.
Siguió un tercer carro. Pero el que iba sentado en el trono no era viejo como los demás, sino hombrón robusto y de mala catadura; el cual, al llegar a la altura de donde se hallaba Don Quijote “dijo con voz más ronca y más endiablada”:
“Yo soy Arcalaús, el encantador, enemigo mortal de Amadís de Gaula y de toda su parentela”.
Se detuvieron los tres carros ante el grupo que formaban los duques, Don Quijote y Sancho. Cesó el ruido de las ruedas. Luego se oyó otro ruido, pero diferente: el de una suave y concertada música que alegró a Sancho, quien dijo a la duquesa: “Señora, donde hay música no puede haber cosa mala”. Tampoco donde hay luces hay claridad, respondió la duquesa. A esto añadió Sancho, a quien gustaba intervenir siempre que tenía oportunidad: “Luz da el fuego, y claridad las hogueras, como lo vemos en las que nos cercan”.
Don Quijote, a quien asaltaban grandes dudas, se limitó a decir: ya lo veremos.
De lo que vieron e intervinieron se cuenta en el siguiente capítulo, el XXXV en la segunda parte de la novela.
Antes, unas notas no sobre el diablo, sino sobre los demonios que se citan en el capítulo que concluye.
Según la Biblia, los demonios son de la misma naturaleza que la angélica, pues son ángeles caídos. Su pecado de ambición y soberbia los convirtió en demonios. Su número es ingente, pero menor que el de los ángeles que permanecieron fieles. El príncipe de los demonios es el diablo, que los incitó a la rebeldía.
En el libro de Job se los presentan como recorriendo la tierra para hacer daños a los humanos. Sus acciones sobre los hombres son triples: los impugnan a la tentación; los impugnan mediante la posesión diabólica; finalmente, tienen sus artimañas para atraer a hombres y a mujeres a las profundidades del infierno. San Pablo dice que Cristo triunfó sobre los demonios clavando en la cruz su poder diabólico.
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