Huellas del cristianismo en el arte es el título de una colección de volúmenes dedicados a rastrear la impronta de esta tradición de fe en diversas expresiones estéticas.
El encuentro de la teología con el mundo de la literatura le permite a la ciencia de la fe entrar en relación con las dimensiones de la realidad que sólo el arte es capaz de reflejar. […] Así, lo que no podría de otra manera ser percibido, puede ocupar un lugar en la historia. Con la forma surge el límite que distingue, y nace el mundo como diferencia. Es lo que encarna la literatura.[1]
Ángela Pérez-Jijena
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Replantearse una vez más las relaciones entre el cristianismo y la literatura es la razón de ser de esta charla. No queda la menor duda de que ambas realidades tienen profundos vasos comunicantes que se han evidenciado continuamente a lo largo de la historia[2]. Huellas del cristianismo en el arte es el título de una colección de volúmenes dedicados a rastrear la impronta de esta tradición de fe en diversas expresiones estéticas: la música, la pintura, el cine y, por supuesto, la literatura (D. Estrada, G. Fernández, R. Moraleja y P. Ríos, CEM, 2012), tema que nos ocupa ahora. Y es que desde variadas perspectivas puede abordarse este amplísimo tópico que fácilmente se expande y se amplía hasta abarcar innumerables casos, géneros y obras. Cuando en los años 70 del siglo pasado la revista teológica Concilium lanzó un número dedicado al diálogo entre teología y literatura (115, 1976), afloraron las muchas vertientes en que la fe cristiana se ha desdoblado. En esos tiempos, los nombres de Dante, Dostoievski o Tolstoi eran los más recurrentes. La única colaboración latinoamericana fue la de Juan Carlos Scannone. Recientemente apareció otro más, ya con un toque decididamente latinoamericano (373, 2017, con textos sobre San Juan de la Cruz, Pedro Casaldáliga, Ernesto Cardenal y Adélia Prado; Carmiña Navia, con un importante ensayo) y en el que se puede apreciar cómo ha avanzado la comprensión de la diversidad de estos contactos.
Y qué decir de la gran aportación del teólogo belga Charles Moeller (1912-1986), quien con todo y su explicable eurocentrismo dedicó seis volúmenes al análisis de la literatura del siglo XX, particularmente la producida por autores creyentes, pero también por quienes se situaban lejos de la fe. De ese modo, desfilan los grandes autores militantes (François Mauriac, Graham Greene, Charles Peguy, Georges Bernanos), al lado de los abiertamente “opuestos” o críticos (como André Gide o Jean Paul Sartre), además de otros enormemente representativos y hasta obligados (Franz Kafka, Miguel de Unamuno). En el último tomo fue considerado Ingmar Bergman, cineasta sueco de formación protestante. El enfoque de Moeller consistió en acercarse a las obras y extraer de ellas todos aquellos elementos que pudieran reconocerse como explícitamente cristianos mediante una sólida reflexión teológica y un diálogo profundo.
En la lengua castellana y portuguesa ha sido posible plantear un gran abanico de ejemplos de esas relaciones tan fecundas. En la línea de Moeller se han situado otros estudiosos como Pedro Trigo (la novela hispanoamericana), Gustavo Gutiérrez (sobre la obra de José María Arguedas), Juan Antonio Monroy (la Biblia en el Quijote), Rubem Alves (Fernando Pessoa, T.S. Eliot y Octavio Pazcomo influencias dominantes), Luis Rivera Pagán (León Felipe, Alejo Carpentier, Rosario Castellanos, entre otros/as), Patrocinio Ríos (la literatura española), Antonio Manzotto (sobre Jorge Amado), Antonio Magalhaes (amplia visión sobre el tema), Salma Ferraz (diversos textos) y Michelle González (sobre Sor Juana Inés de la Cruz). Con todo, aún hay mucho por investigar en nuestras culturas iberoamericanas sobre la forma en que la producción literaria ha estado siempre impregnada de la presencia de la fe cristiana.
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No obstante, para los lectores/as en general, siempre resulta necesario hacer algunas sugerencias básicas, a fin de trazar rutas que permitan un panorama más claro acerca de por dónde incursionar en este universo tan rico. En principio, sería adecuada una lectura literaria de la Biblia que permita apreciar suficientemente los géneros literarios contenidos en ella (mito, poesía lírica, narrativa, sapiencial, poesía profética, apocalíptica, evangelios, epístolas) y así contrastar “en el terreno” las variedades expresivas más allá de los propósitos estrictamente doctrinales. Esta lectura es recomendable porque aporta herramientas que pueden hacer posible una mejor apropiación de los contenidos de los grandes segmentos de la Biblia mediante el respeto a sus características formales y expresivas. Así lo expresa Walter Brueggemann, uno de los grandes exegetas de nuestro tiempo, al distinguir los diferentes tipos de literatura que contiene[3]. De este modo, pueden apreciarse los géneros bíblicos en su especificidad literaria y el análisis canalizarse hacia una buena combinación de criterios literarios, históricos y espirituales, atendiendo el contexto de cada libro o pasaje. Un ejemplo digno de atención son los llamados “Cánticos del Siervo” de Isaías (42, 49, 52-53) y su aplicación cristológica en el Nuevo Testamento, tal como los ha estudiado Samuel Pagán (Experimentado en quebrantos, 2000). Esto se puede ejercitar con las versiones más reconocidamente literarias, como la Biblia del Oso o la del Peregrino.
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Una segunda veta es la lectura de las obras y autores reconocidos como clásicos o establecidos en su carácter de interpretaciones de textos bíblicos fundamentales, como sucedió con El Paraíso Perdido (1667), de John Milton, poema épico puritano que revisita el Génesis y lo presenta en el marco de la historia de salvación. Otros casos son: El Cristo de Velázquez (1920), de Miguel de Unamuno, también en poesía, exhaustivo recuento del drama de la pasión de Jesús, y De los nombres de Cristo (1583), de Fray Luis de León (1527-1591), sin olvidar novelas tales como Barrabás (1950), de Pär Lagerkvist, o Judas (1934), de Lanza del Vasto.
En lengua castellana (España y América Latina) hay muchos ejemplos. Una muestra de ese diálogo es lo realizado por el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal (1925-2020), integrante de la gran tradición lírica latinoamericana, con sus versiones de los Salmos, que retomaron y actualizaron el espíritu de varios de ellos, y su reescritura del Apocalipsis, que asume el lenguaje del libro en un nuevo contexto:
Y vi en la biología de la Tierra una nueva Evolución
Era como si hubiera surgido en el espacio un Planeta Nuevo
La muerte y el infierno fueron arrojados en el mar del fuego nuclear
las masas ya no existían más […]
Pero los hombres eran libres y esa unión de hombres era una Persona
—y no una Máquina—
y los sociólogos estaban pasmados
y los hombres que no formaron parte de esta especie
quedaron hechos fósiles
y el Organismo recubría toda la redondez del planeta
y era redondo como una célula (pero sus dimensiones eran planetarias)
y la Célula estaba engalanada como una Esposa esperando al Esposo
y la Tierra estaba de fiesta
(como cuando celebró la primera célula su Fiesta de Bodas)
y había un Cántico Nuevo
y todos los demás planetas habitados oyeron cantar a la Tierra
y era un canto de amor.[4]
Otra veta son las paráfrasis del Padre Nuestro, llevadas a cabo por diversos poetas, entre ellos Gabriela Mistral, Juan Gelman, Rubem Alves y Julia Esquivel. En narrativa no se pueden olvidar Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, Las buenas conciencias (1959), de Carlos Fuentes, Oficio de tinieblas (1962), de Rosario Castellanos, Hijo de hombre (1960), del paraguayo Augusto Roa Bastos, Todas las sangres (1964), del peruano José María Arguedas, Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, La “Flor de Lis” (1988), de Elena Poniatowska, o Calypso (1996), de la chilena-costarricense Tatiana Lobo, entre una larga lista de aportaciones mencionadas por Luis Rivera Pagán, quien escribe al respecto:
Es sorprendente que los teólogos no hayan prestado atención a lo que sus colegas literatos escribían acerca de los dilemas y enigmas de los hombres y las mujeres del continente. De haberlo hecho, habrían descubierto tangencias y pertinencias notables. […]
Si, en general, la literatura europea de mediados de siglo se adentra en el laberinto filosófico clásico de la lucha entre la fe y el ateísmo, la latinoamericana de las últimas décadas se encamina por senderos de mayor ironía, humor y audacia heterodoxa.[5]
No puede olvidarse Sara (2015), del nicaragüense Sergio Ramírez, reelaboración de la vida de la esposa del patriarca Abraham. En México existen varias expresiones narrativas como son: Dios en la tierra (1944), de José Revueltas, Al filo del agua (1947) y Las tierras flacas (1962), de Agustín Yáñez, El evangelio de Lucas Gavilán (1979), de Vicente Leñero, El Bautista (1991), de Javier Sicilia, y más recientemente, Evangelia (2016), de David Toscana. Leñero y Toscana se han situado en la esfera de las reescrituras de los evangelios como las realizadas por Truman Capote (El evangelio según el Hijo, 1997), José Saramago (El evangelio según Jesucristo, 1991) y, últimamente, Emmanuel Carrère (El Reino, 2014) y Amélie Nothomb (Sed, 2021)[6]. Se concluye aquí con un fragmento de la nota sobre esta novela, a propósito de la presentación de su versión castellana:
En las páginas de Sed figuran los personajes clásicos de las lecturas religiosas: Poncio Pilatos, los discípulos de Jesús, el traidor Judas, María Magdalena, los milagros, la crucifixión, la muerte y resurrección, las conversaciones de Jesús con su padre divino... sin embargo, la escritora aclara que no se trata de un libro religioso.
“Esta idea ha llevado a un malentendido increíble, tanto en Francia como en Bélgica, donde los creyentes y los no creyentes se quejaron: unos pensaban que era blasfemo; los no creyentes me decían que era un libro religioso. Es una novela, la historia de una persona que acepta un dolor infame, mi reto era explicar este misterio, de ahí su forma de novela, porque me parece que es la única manera de explicar y entender una cosa como ésta”.
En ese sentido, Nothomb define al texto como un Evangelio, que se generó después de haber leído todos los evangelios, a su parecer “textos admirables, nutritivos, pero que tienen algunas lagunas: a los evangelios les falta el cuerpo y la crucifixión es el cuerpo”, siendo esta visión no solo la que enriquece a la historia, sino la que explica las reacciones alrededor de la novela.[7]
4º aniversario de la Librería Papiro 52, Ciudad de México, 20 de abril, 2022
Notas
[1] Á. Pérez-Jijena, “La literatura en la inteligencia de la fe. Teología en diálogo con literatura”, en Teología y Vida, Santiago de Chile, vol. 62, núm. 1, marzo de 2021, p. 102.
[2] Cf. L. Cervantes-O., “La Biblia en la cultura occidental”, en La Jornada Semanal, núm. 1065, 2 de agosto de 2015, pp. 8-9.
[3] W. Brueggemann, La Biblia, fuente de sentido. Barcelona, Claret, 2007, cap. 3: “Desentrañar el sentido desde dentro”; pp. 37-50. Los tipos de literatura son: narración original, narración ampliada, narraciones derivadas, literatura de institucionalización, de reflexión teológica madura, y de instrucción y vocación.
[4] E. Cardenal, “Apocalipsis”, en Poesía completa. Vol. 1. Xalapa, Universidad Veracruzana, 2007, pp. 219-220.
[5] L. Rivera Pagán, “Teología, literatura e identidad cultural en la América Latina y el Caribe”, ver aquí pp. 4, 5. Cf. Ídem, “Laberintos y desencuentros de la fragmentada identidad cultural mexicana”, en Voz profética y teología liberadora. México, CUPSA, 2020, pp. 107-142.
[6] Cf. Mónica Zas Marcos, “La metamorfosis de Amélie Nothomb en Jesucristo enfurece a laicos y religiosos”, en eldiario.es 14 de febrero de 2022.
[7] Jesús Alejo Santiago, “‘Sed no es un libro religioso, es una novela’: Amélie Nothomb”, en Milenio, 3 de febrero de 2022. La presentación de la novela en español puede verse aquí. Puede leerse un fragmento de la novela aquí.
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