En la película la infancia aparece como una institución que permanece firme ante las guerras y desilusiones de los ‘adultos’.
Es prácticamente imposible no sentir nostalgia al ver la última película de Kenneth Branagh. Incluso aún cuando ni siquiera has nacido, como es mi caso, en la época en la que se ubica Belfast, al final de la década de 1960 y con la abrumadora tensión en Irlanda del Norte por el conflicto entre partidarios de la unidad política de la isla y los defensores de conservar los lazos con el Reino Unido, que a su vez se dividían entre católicos los primeros y protestantes los segundos, en general.
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Y la nostalgia que despierta Branagh con su película es un regalo, en cierto sentido, que el director hace al espectador en forma de ficción autobiográfica. De su película hay muchas cosas a destacar como positivas. Comenzando por la imagen. Diana, mi mujer, con quien fui al cine a verla y que tiene un sentido de la técnica cinematográfica mucho más desarrollado que el mío, me decía a la salida: “De cada plano se podría hacer una fotografía”. Y es cierto. Podría temblar hasta el apartado de sociedad del World Press Photo.
Esto da una idea de la intencionalidad con la que el director ha planeado su película, no solo en el sentido histórico, sino por la forma en la que conecta la narración con una imagen impactante, que te envuelve en una sensación de familiaridad y delicadeza. He ahí un vínculo claro con la mirada protagonista del niño. Es a través de sus ojos que el espectador se acerca a la historia y va comprendiendo los acontecimientos que se van sucediendo.
Pero Branagh guarda también de forma muy correcta la compostura histórica. Su película evoca el cine de época, del que aparecen algunas referencias en el mismo filme. Y lo hace tirando de coherencia en la selección de su elenco, con prácticamente la totalidad del reparto siendo irlandés o norirlandés.
[photo_footer]Branagh recurre a una amplia mayoría de actores irlandeses y norirlandeses para su película. / Fotograma de la película, Youtube[/photo_footer]
En Belfast se evoca la historia pero se rehúye de la confrontación política. Branagh no destaca una posición política, sino que se enfoca en la vida en sí, y como ésta lidia y sobrevive con las turbulencias de la agitación radical y sectaria. En este sentido, la película nos interpela sobre la manera en la que estamos haciendo política. Nos pregunta si, más allá de las discrepancias, puede haber convivencia entre las posturas encontradas. Nos interroga sobre si aquello que se está utilizando para dinamitar el consenso de la convivencia social es real y merece la pena.
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Y la forma en la que el director plantea estas cuestiones es por medio de un niño. Branagh parece reivindicar la infancia como único el único lugar en la sociedad en el que la sensibilidad y la ternura todavía no han sido alcanzados por la arrogancia y la constante confrontación en la que nos vemos estancados.
De hecho, en Belfast, la infancia aparece como una institución que permanece firme ante las guerras y desilusiones de los ‘adultos’. Es como si fuera el único rincón en el que el conjunto de la sociedad puede observar y recordar lo que en su día fue su pasado, su inicio, para evaluar ahora sus grotescas desviaciones. Las imágenes del niño protagonista cruzando la barricada de su calle, dándole los buenos días al vecino que hace guardia con una antorcha, no son únicamente poesía visual. También constituyen, hasta cierto punto, la reivindicación de la ternura ante un mundo que se relaciona a través del alambre de espino.
[photo_footer]La ternura y la inocencia de la infancia es lo que predomina en Belfast. / Fotograma de la película, Youtube[/photo_footer]
Uno de los principales elementos contra los que Branagh contrapone la inocencia de la infancia es la religión. El director dedica un amplio espacio a la confrontación entre católicos y protestantes en el marco del conflicto. Me pregunto si, en algún momento, puede llegar a resultar incluso desmesurada. Pero en cualquier caso, eso no enturbia la idea de cómo un niño, con su inocencia, acaba siendo el ‘modelo’ de creyente en medio del sectarismo dividido.
El niño puede aprovechar, incluso, el fatídico sermón del airado y sudoroso predicador sobre el camino que conduce a la vida y el que conduce a la perdición. En su casa, traza en un papel dos líneas y le pregunta a su hermano cuál era el que debía tomar. Y es que no hay lugar para las metáforas ni la sofisticación en el acercamiento a Cristo, sino que la demanda es simplemente la de la inocencia, como la del niño en la película.
Es esto lo que inquietaba el entendimiento del maestro en la ley moral (Juan 3:4-6). Y es esto, precisamente, lo que tantas veces sigue inquietándonos también a nosotros. El hecho de que de nosotros no se espere la repetición de un patrón o un esquema de convicciones, sino que se nos invite constantemente a participar de la alabanza y la obra de Dios con amor sincero. Amor sincero hacia Dios mismo, pero también hacia aquellos que también son llamados, en gracia y misericordia. Porque no hay más amor que el sincero, aquel que es derramado por el Señor sobre sus “hijitos”, sobre su “manada pequeña” (Lucas 12:32), desde el grito de dolor en la cruz. A esta verdad solo es necesario acercarse con la inocencia y la ternura de la infancia.
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