Bronceado

Los domingos por la mañana de un soleado verano, los creyentes de una comunidad fiel observaban camino de la iglesia cómo se preparaba el vecindario para ir a la playa.

Les envidiaban, lo que les pedía el cuerpo era lo mismo que a ellos, mojarse en el agua del mar y estirarse en la arena para broncearse. Pero la devoción impedía faltar a la iglesia.

— ¿Y ahora tenemos que encerrarnos en un local sin ventilar e iluminado con fluorescentes? — protestaba el adolescente.

— ¡Habla bien! Eso que llamas local es la iglesia donde adoramos al Señor — corrigió el padre.

Todos estaban blanquitos, poco sol habían recibido en sus años de piedad cristiana.

Pero ya no solo eran los adolescentes, las abuelitas también echaban en falta el sol matutino del día del Señor.

La cosa fue a más y plantearon a los guías la posibilidad de cambiar las horas de reunión.

No era fácil, romper la tradición horaria de décadas requería casi un cambio de mentalidad para lo que no estaban preparados y que podría resultar traumático.

Pero tranquilos, se encontró la solución.

Una mañana del 15 de agosto, al entrar en la sala de culto, los creyentes vieron todo iluminado de color azul.

Sí, los guías cambiaron los fluorescentes blancos del techo por lámparas de rayos UVA.

Sin estorbar que la reunión discurriese en los términos habituales, los fieles podían broncearse combatiendo así la tentación de preferir la playa.

Por supuesto, se toleró que fuesen un poco más ligeritos de ropa.