El libro de Génesis presenta a la serpiente como instrumento animal de la tentación en el huerto del Edén, motivo por el cual fue maldita entre el resto de los animales creados.
Luego dijo Dios:
Produzca la tierra seres vivientes según su género,
bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie.
Y fue así. (Gn. 1:24)
Término genérico con el que se designa en la Biblia a todos los reptiles ofidios. Sin embargo, hay en el texto inspirado muchos otros nombres diferentes referidos a especies distintas.
Aparte de “serpiente”, que aparece casi unas 50 veces, otros términos se han traducido por “áspid”, “víbora” y “culebra”.
En hebreo se usan ocho términos para hablar de los ofidios y no es posible precisar científicamente en cada caso de que especie se trata. El nombre más común en el Antiguo Testamento para serpiente o culebra es najash, נָחָשׁ y en el Nuevo, ophis, ὄφις, de donde procede el castellano, ofidio.
El Pentateuco describe por primera vez a la serpiente en el huerto del Edén como un animal astuto, que tenía cabeza, pecho -sobre el que se arrastraba- y cola (Gn. 3:1, 14-15; Ex. 4:4).
En otros lugares aparece íntimamente relacionada con el polvo de la tierra ya que su lengua palpa el suelo continuamente para olfatear el rastro de las presas (Mi. 7:17; Is. 65:25).
Dios formó al hombre del polvo de la tierra (Gn. 2:7) y parece como si la serpiente -identificada con el padre de toda mentira- quisiera “comer” ese mismo polvo para seguir tentando siempre al ser humano.
La mordedura del ofidio original inoculará el veneno mortal del escepticismo respecto a la identidad de Dios, de la misma manera que sus descendientes, las serpientes ardientes, matarían a muchos israelitas bastantes años después (Gn. 3:1-5; Nm. 21:6; Sal. 58:3-5; Pr. 23:32).
Se trata de animales capaces de vivir por todas partes, junto a los caminos, en las peñas, en el desierto, bajo las rocas, sobre los muros, e incluso penetran en las viviendas humanas (Gn 49:17; Nm. 21:6; Pr. 30:19; Ec. 10:8; Am. 5:19).
El concepto de “serpientes ardientes”, mencionado en hebreo como hannejashim hasseraphim, הַנְּחָשִׁים הַשְּׂרָפִים, (Nm 21:6), puede referirse a cualquiera de las numerosas especies de ofidios venenosos, de picadura mortal para el hombre, que existen todavía hoy en Israel, la península del Sinaí y la de Arabia.
Actualmente, los herpetólogos han contado y descrito unas 42 especies de serpientes en Israel, pertenecientes a 7 familias y 27 géneros distintos. 1
Pues bien, de estas 42 especies de ofidios presentes en Tierra Santa, casi la mitad posee un veneno que puede ser mortal para el ser humano. Afortunadamente, la mayoría de ellas viven en el desierto y tienen hábitos nocturnos, por lo que no es frecuente que se topen con el hombre.
Por otro lado, las referencias bíblicas a la “serpiente que vuela” (Is. 14:29; 30:6), comunes a la cultura árabe moderna, se refieren probablemente a aquellas especies que tienen la costumbre de saltar de rama en rama, en los árboles que habitan, o incluso saltar desde ellos para morder a sus víctimas cuando éstas pasan cerca.
Hoy se conocen ofidios arborícolas capaces de saltar, planear y hacer giros en el aire para desplazarse rápidamente por la copa de los árboles o bien alcanzar rápidamente el suelo, desde distancias de hasta 100 metros en horizontal.
Pueden desplegar las costillas y aplanar el cuerpo para duplicar su superficie y mejorar así la eficacia de su planeo aéreo. Una de tales serpientes voladoras es la Chrysopelea paradisi, de la familia Colubridae, que habita en el sudeste asiático.
Asimismo, el adjetivo “ardientes” puede aludir a la sensación de escozor intenso producida por el veneno que inocula su mordedura, aunque hay quien cree que se debe más bien al color de la piel de ciertos ejemplares.
Entre las numerosas especies venenosas de la herpetofauna israelí hay algunas, como la serpiente de Montpellier (Malpolon monspessulanus insignitus), que son capaces de trepar a arbustos y árboles para cazar pájaros o lagartos y lanzarse después, desde su elevada posición, al suelo para atrapar también roedores.
Otra especie de hábitos muy diferentes pero que posee uno de los venenos más potentes es la víbora topo israelí (Atractaspis engaddensis), que mide casi un metro, es de color negro y vive en cavidades subterráneas, en el desierto del Neguev, alrededores del mar Muerto, llegando hasta Jordania y Arabia. Sólo sale de noche para capturar pequeñas presas.
Entre las serpientes más peligrosas para el hombre que se pueden encontrar todavía en Israel caben destacar las siguientes: la cobra negra del desierto (Walterinnesia aegyptia), la víbora de Palestina (Daboia palaestinae), la víbora de escalera palestina (Echis coloratus terraesanctae), la víbora con cuernos del desierto (Cerastes cerastes), la víbora con cuernos de Arabia (Cerastes gasperettii mendelssohni) o la víbora del Sahara (Cerastes vipera) entre otras.
Se cree que la víbora que mordió al apóstol Pablo en la isla de Chipre (Hch. 28:3-5) debió ser una especie europea, como la víbora áspid (Vipera aspis), ya que en aquella época todavía había especies venenosas en dicha isla.
Al parecer, Elena, la madre de Constantino el Grande, introdujo gatos posteriormente (en el siglo IV d. C.) en Chipre para acabar con las numerosas serpientes que infestaban la isla.
El libro de Génesis presenta a la serpiente como instrumento animal de la tentación en el huerto del Edén, motivo por el cual fue maldita entre el resto de los animales creados (Gn. 3:1, 14).
El redactor del texto es consciente de que las serpientes no hablan ni razonan y de que, por tanto, aquel primigenio ofidio debía personificar simbólicamente al poder del mal, opuesto al Creador.
De hecho, en la mentalidad del antiguo Oriente, la serpientes siempre se consideraron malignas y demoníacas ya que el veneno del que eran portadoras podía matar.
Además, habitaban en el desierto, morada por excelencia de los espíritus malignos. Sin embargo, el autor del relato personifica “el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero”, según palabras de Juan (Ap. 12:9), en un simple ofidio creado que carece de extremidades.
No se trata de un ser divino perteneciente a otro mundo. No es otro dios rival de Yahvé al que merezca la pena adorar. Es simplemente algo creado que se arrastra por el suelo.
[photo_footer]La víbora con cuernos del desierto suele enterrarse en la arena para pasar desapercibida ante sus presas. El color de su piel se adecua al del entorno y puede variar de pálido gris a amarillento, rosado, rojizo ardiente y marrón terroso. Se la puede encontrar en zonas desérticas desde el norte de África hasta Oriente Medio. Su veneno es muy tóxico ya que tan sólo unos 50 mg son suficientes para matar a una persona./ Wikipedia. [/photo_footer]
El Nuevo Testamento abundará posteriormente en la idea de que la serpiente del Edén fue el instrumento del diablo, homicida y padre de toda mentira (Jn. 8:44); que será aplastado por el Dios de paz, bajo los pies de quienes anuncian su verdad (Ro. 16:20); pero del que hay que distanciarse porque, igual que con astucia engañó a Eva, también sigue tentando a cada creyente (2 Co. 11:3).
De manera que la maldición edénica recae primero sobre la serpiente, quien será maldita entre todos los animales y provocará horror a los humanos, pero también se maldice al diablo cuya cabeza será aplastada por Jesucristo, la simiente de la mujer (Gn. 3:14-15; Col. 2:15; He. 2:14).
Una de las manifestaciones de la fe sincera de los primeros cristianos sería precisamente la de ser inmunes al veneno de las serpientes, como evidencia del poder de Jesucristo que habitaba en ellos y que era capaz de vencer las fuerzas del maligno (Mc. 16:18).
A pesar de todo, el propio Maestro resaltó un aspecto positivo de estos animales, al recomendar a sus discípulos que fueran “prudentes como serpientes” (Mt. 10:16). Es decir, juiciosos, sabios y sagaces.
En algunas culturas, las serpientes no tenían connotaciones tan negativas como en el mundo de la Biblia. En ciertos mitos antiguos, como en la narración acadia en verso o epopeya de Gilgamesh, el hecho de que los ofidios mudaran su piel periódicamente se concibió como símbolo de rejuvenecimiento e inmortalidad.
De ahí que algunos pueblos empezaran a practicar culto a las serpientes porque no solamente mudaban la piel sino que también desaparecían en invierno, aletargándose en cavidades subterráneas, para renacer en primavera cuando subían las temperaturas.
Esto se relacionaba con la fertilidad general de la naturaleza. La adoración de la serpiente es una constante que aparece en muchas religiones por todo el mundo y en lugares tan alejados como la India, China, Caldea, Babilonia, Grecia, Roma, Egipto, Japón, África, América y Oceanía.
Los dioses con forma de ofidio se dan por casi todo el globo. Los romanos estimaban tanto a las serpientes que las tenían como mascotas en sus casas y en las termas. Evidentemente se trataba de especies no venenosas que representaban a divinidades del mundo subterráneo, relacionadas con los ciclos agrarios.
En un comentario a las palabras “maquina el impío contra el justo” del salmo 37:12, Carlos Spurgeon, escribió:
“¿Por qué el impío no puede dejar al justo tranquilo? Porque hay enemistad ancestral y perpetua entre la simiente de la mujer y la de la serpiente. Entonces, ¿por qué no le ataca abiertamente? ¿Cuáles son sus motivos para recurrir a complots y maquinaciones? Porque es parte de la naturaleza de la serpiente actuar siempre de manera sutil; el maniobrar a cara descubierta, de forma llana y abierta, no es propio de aquellos que navegan a bordo de la nave de Apolión.” 2
En el libro de Apocalipsis se menciona el nombre de Apolión: Y tienen por rey sobre ellos al ángel del abismo, cuyo nombre en hebreo es Abadón, y en griego, Apolión (Ap. 9:11). Se trataba simbólicamente de la nave que conducía los condenados al infierno y el nombre de su capitán, “Apolión”, significaba literalmente “el destructor”.
1 Bar, A. & Haimovitch, G. 2011, A Field Guide to Reptiles and Amphibians of Israel, Herzliya, Israel, pp. 117-201.
2 Spurgeon, C. H. 2015, El Tesoro de David, CLIE, Viladecavalls, Barcelona, p. 917.
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