¿Cómo puede esta extraña ciudad cósmica producirnos a la vez la fascinación de estar en una ciudad extranjera y, al mismo tiempo, la comodidad y calma de sentirnos en casa?
Un fragmento de “Ortodoxia”, de G.K. Chesterton (Biblioteca de Clásicos Cristianos (Abba, 2021). Puede saber más sobre el libro aquí.
La única excusa posible para escribir este libro es que se trata de un desafío. Incluso el mal disparador se dignifica cuando acepta un duelo. Hace años publiqué una serie de documentos —tan apresurados como sinceros— bajo el título de Herejes. Diversos críticos, a los cuales respeto profunda e intelectualmente (especialmente el señor G. S. Street) comentaron que no hay ningún problema con que inste a todo el mundo a ratificar su cosmovisión, pero que yo había evitado conscientemente proporcionar ejemplos que avalaran mis preceptos. «Empezaré a cuestionarme mi filosofía cuando Chesterton nos presente la suya», sentenció el señor Street. Quizá fue una sugerencia algo incauta, teniendo en cuenta que el receptor está en disposición de empezar a escribir libros ante la más mínima provocación. Dicho esto, a pesar de que el señor Street ha inspirado esta obra, no hace falta que la lea. Si lo hace, se encontrará con páginas en las que he intentado —de manera personal e imprecisa, y con más alegorías que deducciones— enseñar la filosofía en la que creo. No me referiré a ella como mi filosofía, porque no la inventé yo; la crearon Dios y la humanidad, y fue ella la que me dio forma a mí.
Muchas veces he sentido el antojo de escribir una novela sobre un navegante inglés que erró ligeramente en los cálculos de su travesía, se topó con Inglaterra y creyó que había encontrado una isla nueva en el mar del Sur. Sin embargo, siempre estoy demasiado ocupado o me invade la pereza para redactar tan refinada obra. Así que presentaré la historia con propósitos de ilustración filosófica. Seguro que dará la impresión de que el hombre se sintió estúpido cuando atracó en el puerto armado hasta los dientes y hablando en signos para plantar la bandera británica en el templo barbárico que en realidad era el Pabellón Real de Brighton. No lo voy a negar.
Pero si crees que su mayor emoción fue la de sentirse estúpido, significa que no has estudiado con suficiente esmero la rica naturaleza romántica del héroe de esta historia. Su error no fue envidiable, y él lo sabía (si es que es el tipo de hombre que creo que era). ¿Pero podría haber algo más agradable que experimentar en el mismo instante el terror abrumador de ir al extranjero junto con la seguridad humana de volver a casa? ¿Qué podría ser mejor que divertirse descubriendo Sudáfrica sin la fastidiosa necesidad de tener que aterrizar allí? ¿Se te ocurre algo más glorioso que prepararse para descubrir Nueva Gales del Sur y darse cuenta, con lágrimas de felicidad en los ojos, que en realidad es la vieja Gales del Sur? Para mí, este es el problema principal de los filósofos y, en cierto modo, también el de este libro. ¿Cómo es posible estar asombrado con el mundo y, a la vez, vivir en él como nuestro hogar?
¿Cómo puede esta extraña ciudad cósmica producirnos a la vez la fascinación de estar en una ciudad extranjera y, al mismo tiempo, la comodidad y calma de sentirnos en casa? Probar que una fe o filosofía es cierta desde todo punto de vista sería una tarea demasiado ardua incluso para un libro como este. Es necesario seguir una línea argumental y esta es la que propongo: deseo presentar mi credo como la respuesta particular a esta doble necesidad espiritual; la necesidad de esa mezcla entre lo familiar y lo desconocido que la cristiandad ha definido como un romance. El término romance entraña el misterio y el significado antiguo romano. Cualquiera que se disponga a debatir sobre algo debería comenzar siempre dejando claro lo que no discute. Además de explicar claramente lo que se propone demostrar, también debería aclarar qué no tiene intención de demostrar. En mi caso, no me propongo demostrar esta conveniencia de tener una vida imaginativa, pintoresca y llena de curiosidad poética, como la que el hombre occidental siempre ha deseado a cualquier precio. Propongo aceptarla como terreno común entre el lector medio y un servidor. Si hay alguien que afirme que extinguirse es mejor que existir o que una vida vacía es mejor que una vida llena de aventuras y diversidad, que sepa que no forma parte del grupo ordinario de lectores a los que me dirijo. Si hay alguien que prefiera la nada, puedo dársela. Pero la gran mayoría de personas que he conocido en la sociedad occidental son románticos prácticos que anhelan la combinación de la extrañeza y la seguridad. Necesitamos ver el mundo de esta manera: lo extraordinario junto con lo habitual; tenemos que ser felices en este país de las maravillas sin llegar a sentirnos meramente cómodos.
Es este el logro de mi credo que voy a intentar explicar en estas páginas.
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