Del Edén arranca el materialismo popular. Adán y Eva fueron los representantes del materialismo práctico, de ese “comamos y bebamos que mañana moriremos”.
Definido en pocas líneas, el materialismo es la doctrina que profesaron filósofos antiguos y también modernos, quienes admiten como única sustancia la materia, negando, por tanto, la espiritualidad del ser humano y la inmortalidad del alma. Unido al ateísmo incrédulo, el materialismo radical llega a negar la existencia de Dios. Según afirmaban filósofos materialistas como Hegel, Marx, Schelling y otros de sus mismos tiempos, la esencia de la divinidad ha sido traspasada a la humanidad y los atributos de Dios pasan a ser atributo del hombre, lo que más tarde daría lugar al movimiento de la muerte de Dios y la exaltación del hombre como centro del Universo.
Concebido en su más pura literalidad puede decirse que el materialismo tuvo su origen en el Edén, cuando la primera pareja eligió la materialidad de la fruta y renunció a la espiritualidad de la comunión con Dios. Aquel acto, de una gran carga simbólica, marcó el principio de las actitudes materialistas. Siglos más tarde, hablando en primera persona, Dios llamaría necio al hombre de exclusivo afán materialista, que sólo pensaba en sus graneros, en sus campos, su comida, su bebida y su bienestar físico, con total descuido de su vivencia espiritual, como si en lugar de alma tuviera en el cuerpo una insaciable máquina devoradora de placeres.
Del Edén, pues, arranca el materialismo popular. Adán y Eva fueron los representantes del materialismo práctico, de ese “comamos y bebamos que mañana moriremos” y “más vale un pájaro en mano que cien volando”; es decir, más nos importa apurar los años de vida en la tierra que no sacrificarlos a la esperanza del cielo.
Este tipo de materialismo lo definió Pío Baroja en el libro El árbol de la ciencia: “El materialismo actual, que no es el materialismo científico, que es una teoría explicativa del cosmos como otra cualquiera, sino un materialismo sensualista, que no es ni teoría siquiera, sino una idea de aprovecharse de todo lo que se pueda, sin escrúpulos de ninguna clase”, como el rico necio de la parábola contada por Jesucristo. El italiano Giulio Preti aporta su visión del materialismo en el volumen Movimientos Espirituales, donde escribe: “El materialismo se nos presenta como harto débil, dogmático y contradictorio, dejando abierto el flanco a una crítica fácil”.
El materialismo ateo eleva la razón hasta la cumbre más alta de la humanidad, menosprecia la religión y la fe, como hicieron en el siglo XVIII los caudillos de la revolución francesa. Todos ellos y los que se añadieron, Voltaire, Diderot, D’Holbot, Rousseau, Danton, Robespierre, Marat, y otros, hicieron profesión del materialismo ateo más estricto y fueron acérrimos defensores de la razón hasta el punto de pasear en carroza a una bailarina por las calles de París como la diosa razón.
No tiene sentido la discusión alternativa entre razón y fe. La razón no es en sí misma artículo de fe, en tanto que la fe sí lo es. La revelación divina contenida en la infalibilidad de la Biblia afirma que la fe es la certeza de las cosas que no se ven, el más allá, y sin fe es imposible agradar a Dios (Hebreos 11: 1 y 6).
En opinión del dramaturgo español Jacinto Benavente, Premio Nobel de Literatura en 1922, “triste cosa sería la vida si sólo la razón gobernara nuestras acciones”.
En el siglo XIX, el poeta italiano Silvio Pellico se quejaba de que los partidarios de la razón abogan por un ser todo materia “cuando pretenden ver en el hombre una fiera, pero nada de divino”.
Esto nos introduce de pleno en el tema de la existencia de Dios. Decía Víctor Hugo que “Dios es la evidencia invisible”, la verdad absoluta, Creador de todo cuanto existe. Dios vive en el corazón, no en la razón. Vive en nuestra conciencia, en la conciencia de la humanidad y en el universo que nos rodea. Vive en todos nosotros. Su espíritu nos da la vida.
Para el ateísmo materialista Dios es una utopía inventada por el hombre.
Como lo explica Javier Pérez Jara, profesor en la Universidad de Sevilla, para el materialismo ateo “la idea de Dios no es una idea primitiva, originaria, sino derivada, y por tanto la existencia de Dios está a años luz de ser algo evidente”.
Refutando esta teoría, Pérez Jara añade: “Si el conocimiento y la existencia de Dios es algo originario, inmediato, ¿cómo es posible la existencia del ateo? El ateo, consecuentemente, sólo puede ser un ciego”.
El filósofo Antonio Marina, quien en su libro Dictamen sobre Dios se define como un “materialista abierto”, sostiene que la materia, como Dios, es parcialmente viva, poseedora de los mismos atributos.
Al declararse materialista abierto Marina tal vez esté pensando en otro filósofo de sus mismos días y parecidas ideas, Gustavo Bueno, como un materialista cerrado. Es posible. En sus Ensayos materialistas, Bueno tritura la idea de Dios y toma partido por el materialismo ateo que niega al Dios personal, la existencia del alma y la vida en el más allá divino, deseada y deseable por quienes creemos en Él.
Cuando Ortega y Gasset escribe en 1949 El hombre y la gente, incluye estas palabras: “Dios mismo, para sernos Dios, tiene que arreglárselas para denunciarnos su existencia”. Pues bien. Dios lo hizo en su revelación a Moisés cuando éste pastoreaba las ovejas de su suegro Jetró en tierras de Madián: “Yo soy el que soy”, le dice. Le revela Su existencia, no su nombre. Verdaderamente Dios es quien es, el Eterno. Todos los demás han sido o serán.
Sea cual sea la opinión del materialismo ateo sobre Dios, para quienes creemos en Él es un suspiro inexplicable puesto en el fondo de nuestra alma. Para nosotros, la creencia en Dios es un instinto natural, como el caminar sobre ambas piernas.
Doctrina triste y amarga es la que el ateísmo materialista defiende ante la muerte. La versión de este materialismo, que niega la existencia del más allá, establece como final de la vida la tumba, el nicho, el crematorio y, para unos pocos optimistas, la clonación.
Difícil, imposible aceptar semejante versión del materialismo, que choca con la declaración de Cristo a sus discípulos: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (Juan 14:2).
Que se enteren los apóstoles y seguidores del materialismo ateo: después de la muerte hay moradas espirituales para quienes creemos en el Padre.
Después de la muerte hay certeza absoluta de vida eterna, de no ser así Cristo nos lo habría dicho, y nunca “se halló engaño en su boca” (1ª Pedro 2:22).
Después de la muerte nos espera Cristo en la vida al otro lado de esta.
¡Quédese el materialismo con su filosofía negacionista!
¡Quédese el ateísmo aferrado a su nada!
¡Alcemos los cristianos nuestros ojos a las alturas y contemplemos desde este lado las dulzuras del séptimo cielo en el otro!
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